Columna publicada en La Tercera, 16.11.2016

Hoy vivimos, tal como muestra Moisés Naim en su libro “El fin del poder”, un momento de particular debilidad del poder en el mundo. Y eso significa que estamos en tiempos de ajustes de cuentas. Las víctimas reales o imaginarias, que no pudieron o no se atrevieron a reaccionar cuando fueron humilladas, truecan su impotencia en venganza. Los surcos que el resentimiento fue cavando con paciencia, mientras soñaba con la llegada de su hora, se ven henchidos de furia. Y el ritmo de esa furia es, como explica magistralmente Marc Ferro en “El resentimiento en la historia”, la tonada de las ideologías contestatarias tanto de izquierda como de derecha, así como de los discursos racistas, nacionalistas o reivindicatorios de la superioridad de quienes, en algún momento, fueron o se sintieron humillados.

Todo orden político se describe a sí mismo como un orden sin víctimas. Y su legitimidad dura mientras esa descripción es aceptada por la mayoría. Pero todo orden político tiene víctimas. Y parte esencial de serlo es volverse invisible para los demás: la debilidad de la víctima es tal, que no es capaz de protestar ni siquiera de manera comprensible para el resto. Lo común, de hecho, es que cuando se hace visible sea culpada de sus propios males, y por los males de la sociedad completa. Así, todo orden, por lo general, castiga a sus propias víctimas: ellas son lo perverso, lo malo, lo bajo, lo “deplorable”, como designó Clinton a los votantes de Trump.

El liberalismo cosmopolita y progresista, a pesar de todas sus virtudes, cometió el error de imaginarse como un orden sin víctimas, al punto de irritarse con ellas una vez que se visibilizaron a través del voto. Y es que nadie convencido de estar “en el lado correcto de la historia” puede sentirse cómodo al descubrir sus propios muertos en el clóset.

Viene, entonces, el escándalo. Y, con él, diversas promesas de redención. Emergerán una serie de relatos ideológicos sobre órdenes sin víctimas, así como la designación de nuevos “culpables” que merecen castigo. Culpables como los “inmigrantes que no vienen a trabajar”. Culpables como “las élites indolentes”. Personajes vacíos, capaces de reflejar las aspiraciones de quien los mira, como Trump, como Guillier, escalarán posando de impolutos y campeones de los desposeídos. Y todo cambiará para seguir igual, o peor: nuevos muertos al clóset, nuevas élites “del lado correcto”. Hasta que una próxima vuelta de la historia revele la desnudez del rey.

¿Hay aternativa? La única, ya que no existen órdenes sin víctimas, parece ser pensar un orden que no esconda a sus víctimas. Y eso implicaría que todos nos asumiéramos como victimarios, en vez de buscar descargar la responsabilidad en chivos expiatorios. Exigiría, también, instituciones y mecanismos de auto-observación que mantuvieran visibles a quienes, de lo contrario, tenderían a volverse invisibles. Demandaría, en otras palabras, que triunfara el reconocimiento sobre el resentimiento. Un compromiso escéptico con el orden, en vez de una nueva creencia ciega.

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