Columna publicada en El Líbero, 22.11.2016

Contentos, pero no tanto. La prosperidad que ha alcanzado Chile en las últimas décadas ha producido una extraña paradoja. Habría una positiva satisfacción con nuestra vida privada, por un lado, y una insatisfacción con lo público y la vida en común, por otro. Es lo que Carlos Peña ha denominado la nueva cuestión social.

Esta paradoja da cuenta de algo que solemos olvidar. Como sugirió Isaiah Berlin al conceptualizar distintas “libertades”, las personas aspiramos a más que la mera ausencia de coacción o a cierta igualdad de oportunidades. Una vida lograda implica, también, el despliegue de la propia identidad, ser comprendido y reconocido: alcanzar algún tipo de status. Este ideal de reconocimiento y apertura al otro, en cuanto persona, está en el centro de nuestra vida comunitaria, pues es a través del contacto con otros que voy desarrollando la imagen de mí mismo. Si es cierto que es la configuración de lo público lo que nos tiene descontentos, la insatisfacción del ideal de reconocimiento puede estar jugando una parte importante.

Sin embargo, lejos de estar en posición de fortalecer el contacto con los demás, generando un vínculo que nos permita comprensión y reconocimiento, nuestras herramientas actuales lo están socavando: los medios digitales y, en especial, las redes sociales. Esto tiene bastante de sentido común, y está siendo objeto de reflexión filosófica. Byung-Chul Han, en su libro “En el Enjambre”, ha argumentado que la era digital nos tiene inmersos en una crisis. De sus muchas aristas, el problema del respeto y la falta de comunicación son obstáculos centrales para el reconocimiento y status.

El respeto, dice Han, constituye la pieza fundamental para lo público. Esta afirmación, que parece evidente, contiene al menos dos supuestos –menos evidentes– que vale la pena explicitar. El respeto exige distancia, por un lado, y un nombre, por otro. Las redes sociales, sin embargo, destruyen ambos elementos. Al exponer públicamente nuestras intimidades (la mayoría lo hacemos voluntariamente), lo privado se hace público. Sabemos hasta los últimos detalles de la vida de personas que no saludaríamos en la calle. Esto hace que se pierda el espacio para la admiración, que exige cierta separación y aislamiento. Por otro lado, al existir masividad, se potencia el anonimato, y así, la violencia. Soy un me gusta o un retuit más en una larga cadena de actos en que difícilmente se me puede imputar responsabilidad. Así lo vemos día a día en los linchamientos o shitstorms (tormentas de mierda, literalmente) en Twitter y Facebook.

Un segundo obstáculo, sostiene el autor, es que el núcleo de la comunicación son las formas no verbales. Pero la comunicación digital no tiene ni cuerpo ni cara; y nada puede reemplazar la presencia física. Se crea lo imaginario –en el que soy parte constitutiva–, y en vez de mirar al otro me termino mirando a mí mismo. Esto abre espacio al narcisismo (es difícil negar que los que viven de las selfies no lo sean) y este narcisismo que el resto desaparezca. Es lo que ha intentado develar “Black Mirror”, la conocida serie británica que ha ganado premios vaticinando las tensiones que conlleva la tecnología.

La digital es una era de oportunidades que hasta ahora no habíamos experimentado y es innegable que hoy tenemos mayores condiciones para realizarnos. Pero encandilarse con estas nuevas posibilidades, sin advertir los riesgos que conllevan, puede ser tan ilusorio como pensar que todo pasado fue mejor.

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