Columna publicada en La Tercera, 26.10.2016

La elección municipal marcó, sin duda alguna, el principio del fin de la Nueva Mayoría. La debacle electoral de sus candidatos más importantes, incluyendo a exministras de Michelle Bachelet, es signo inequívoco del agotamiento de su proyecto. El engendro político surgido al alero del movimiento estudiantil ha recibido su certificado de defunción, y el espejismo que dio lugar a esta administración -aquella tierna idea según la cual era posible transformar Chile profundamente en cuatro años, con una coalición dividida y sin un diagnóstico a la altura- no tiene ya cabida. Si hay algo claro es que los chilenos hemos ganado en lucidez (ya no creemos cuentos de hadas), pero también en desconfianza (ya no le creemos mucho a nadie).

Así las cosas, el balance de este gobierno es más bien desastroso, sobre todo considerando que una de las metas de Michelle Bachelet era precisamente recuperar la confianza. Los niveles de abstención son preocupantes, pero los actores políticos aún no comprenden bien sus propias responsabilidades. Al prometer aquello que no podía cumplirse, al no realizar un trabajo programático serio (dejándose llevar por una popularidad momentánea), y al juntar con un alambre a tradiciones políticas que tienen poco y nada en común, los dirigentes oficialistas tienen grados elevados de responsabilidad en la crisis actual. Más allá de los lugares comunes, mientras sus líderes no adviertan las consecuencias prácticas de sus errores, seguirán hundiéndose en el desencanto que sucede invariablemente a la fiesta de las ilusiones. Dicho de otro modo, es hora de pagar la cuenta de lo tomado y lo bailado, y no será barata.

Ahora bien, por la mecánica binaria de la política, todo esto hace creer en un triunfo rotundo de la oposición (sin ir más lejos, y confirmando sus graves problemas de comprensión, la UDI ya dio por superada su crisis). Aunque esto es innegable electoralmente, desde una perspectiva estratégica resulta bastante más dudoso. La ambigüedad implícita en la situación es muy peligrosa, pues la derecha tiene enormes desafíos por enfrentar, y el exitismo desatado no es buen consejero. Si Chile Vamos gana las presidenciales, se va a encontrar con una sociedad aún más desencantada que el 2010, y con una oposición tanto o más mezquina que la de aquella época. ¿Qué diagnóstico tiene del país, qué pistas propone, qué ejes programáticos ha trabajado en estos 30 meses fuera del gobierno? ¿Qué piensa del problema mapuche, qué pretende hacer con la educación, cómo va a asumir la discusión constitucional? Sobre todas estas preguntas, y varias otras, hay un manto de dudas, y sus principales dirigentes (salvo honrosas excepciones) ni siquiera las toman muy en serio.

Las crisis de desconfianza política suelen traducirse en alternancias pendulares. Por lo mismo, es altamente probable que tengamos un bloque de 16 años con la secuencia Bachelet-Piñera-Bachelet-Piñera. En ese contexto, el auténtico criterio de éxito no consiste tanto en ganar la elección, sino en la capacidad de gobernar y darle continuidad a un proyecto. Tal debería ser, hoy por hoy, la principal preocupación de Sebastián Piñera.

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