Septiembre llega siempre con aires de fiesta. La celebración de la independencia nacional, unido a los primeros días de primavera, dan lugar a nuestro propio carnaval, lleno de referencias a la chilenidad, el amor a la patria y a todos los símbolos y ritos que nos unen como miembros de un mismo país. Como fiesta oficial, el 18 de septiembre fue establecido desde el Estado en 1837, como parte del proyecto de construcción de una identidad nacional que, al parecer, no antecedió a la república. Ello exigió el despliegue de diversas estrategias para volver efectivo lo que Benedict Anderson definió como las “comunidades imaginadas” que hacen posible experimentar la pertenencia a los Estados modernos. La fiesta fue una de ellas, que además respondía a la lógica oral propia del mundo colonial, permitiendo apelar al imaginario de un pueblo que fue especialmente esquivo para el ejército independentista. La generación de una identidad chilena fue entonces ⎼como han dicho autores desde Mario Góngora hasta Julio Pinto⎼ asumida como parte fundamental del proyecto de construcción del Estado chileno, destinada a asegurar el reconocimiento efectivo, en el largo plazo, de una comunidad constituida por ciudadanos iguales ante la ley.

Este protagonismo del Estado en la constitución de la identidad nacional fue entrando en una crisis progresiva en el siglo XX, no sólo en Chile sino a escala global, algo que se explicita con claridad en nuestro problema con el mundo mapuche. En América Latina en particular, se hizo evidente la contradicción de que la igualdad de la ciudadanía quedó condicionada al proceso de civilización del pueblo chileno, representado sobre todo en la figura de los sectores más pobres del país. Ello fue lo que denunciaron intelectuales como Mariátegui, Vasconcelos y Eyzaguirre, acusando la configuración de las repúblicas latinoamericanas a partir de un liberalismo homogeneizador que desconoció la heterogénea realidad cultural del continente.

Tal crisis no parece aún haberse resuelto. Por ejemplo, para el conflicto con el mundo mapuche en Chile, sin ser la única variable explicativa, pocos podrían negar que parte de sus causas reside en la insuficiencia de la figura tradicional del Estado-nación para integrar a un grupo que, desde diversos discursos y líderes, ha demandado un verdadero reconocimiento de su especificidad cultural. Como bien señaló Rolf Foerster, en nuestro país pareciera no resolverse aún el problema del horizonte cultural común que deben sostener los sistemas políticos modernos. Uno capaz de asegurar la igualdad jurídica de los ciudadanos, al tiempo que de reconocer y proteger las diferencias de cada uno de los grupos que lo componen. El mismo Foerster afirma que no sólo se trata de configurar un Estado que garantice esas dos dimensiones, sino que es necesario superar el margen institucional para resolver un dilema que compete a toda la ciudadanía. El problema es que los especialistas en la cuestión mapuche no han logrado salir de ese marco a la hora de pensar posibles caminos de solución.

Volver a referencias olvidadas puede ayudar a encontrar nuevas alternativas. Una de ellas es la que hace varios años planteó el sociólogo Pedro Morandé, señalando la necesidad de avanzar desde el reconocimiento de las diferencias a la constatación de una historia de pertenencia común, ejercicio que involucra a la comunidad toda. Esa historia compartida es, para Morandé, una historia que antecede al Estado, y que remite a una tradición donde no sólo cabe el indígena, sino también, y sobre todo, el mestizo, figura en la cual todos podrían reconocerse. En esta perspectiva, el Estado ya no es más el lugar desde donde se construye la identidad, sino el que la hereda, y su función consiste en asegurar el mantenimiento y expresión de las diversas tradiciones e imaginarios que la componen. Y lo que unificaría a esa diversidad no es otra cosa, para Morandé, que el hecho de descubrir los “vínculos reales que atan el destino de las personas que se encuentran”. Ese quizás sea el ejercicio que hoy deba iniciarse, y la celebración de nuestro carnaval de primavera puede ser ocasión para recordar que es la pertenencia más que la independencia lo que festejamos en esta fecha.

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