Columna publicada en La Tercera, 14.09.2016

El gobierno ha anunciado el nombramiento de Lorena Fries como primera subsecretaria de derechos humanos, dando una señal de continuidad respecto de la línea que ha tenido el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), entidad que la misma Fries dirigió hasta hace un par de meses. El tema es delicado porque sabemos que el concepto mismo de derechos humanos sigue siendo un tema difícil en nuestro país. Esto se explica en parte por la historia reciente, y en parte también por la incapacidad de la dirigencia política para elaborar un discurso sobre el tema que vaya más allá de dicha historia. A fin de cuentas, los derechos humanos debieran proteger exigencias básicas de justicia, comunes a todos.

Como fuere, la decisión del Ejecutivo es compleja porque la gestión de Lorena Fríes en el INDH sólo radicalizó esta tendencia. De hecho, su administración no logró generar ningún tipo de consenso, y estuvo marcada por señales que siempre la ubicaban en un lado del espectro, sosteniendo posiciones altamente discutibles. Por ejemplo, siempre sospechó del actuar de Carabineros (como si éstos siempre fueran culpables), y guardó sistemático silencio cuando las víctimas de violaciones a los derechos humanos no correspondían a sus estereotipos personales. La escasa atención que el INDH le prestó al Sename en los últimos años es claro síntoma del sesgo en la perspectiva: ¿acaso no ha estado allí nuestra vulneración más grave de derechos en los últimos decenios? ¿De qué sirve un INDH que no es capaz de poner ese tema en el centro de la agenda?

Quizás el problema puede formularse así: Lorena Fries tiene enormes dificultades para distinguir las agendas que le simpatizan de aquellas que efectivamente tienen que ver con los derechos humanos básicos. No es difícil ver la trampa involucrada en el gesto, ya que sus propias predilecciones reciben (gratuitamente) todo el prestigio del concepto. No obstante, si queremos que los derechos humanos sean una auténtica política de Estado, deberíamos ser extremadamente cuidadosos en distinguirlos de nuestras agendas particulares, pues eso implica convertirlos en patrimonio exclusivo de un sector. Esto nos conecta con otro problema, el de la ilimitada expansión del lenguaje de los derechos, a la que Fries adhirió mientras estuvo en el INDH. Hay aquí una tentación muy peligrosa, pues es sabido que una concepción demasiado amplia de los derechos individuales reduce al mínimo el espacio de lo político. En efecto, ¿sobre qué asuntos podremos deliberar el día en que tengamos derechos de sexta, séptima y octava generación? Hace años, Marcel Gauchet vio con nitidez que el uso indiscriminado del lenguaje de los derechos para tratar las dificultades sociales constituye una antipolítica, porque busca reducir las complejidades propias de la vida colectiva a categorías individuales. Sería cuando menos paradójico que un gobierno de izquierda terminara asumiendo un paradigma de esa naturaleza, incapaz de dar cuenta de la dimensión común de nuestras vidas: la óptica de los derechos, aunque necesaria e indispensable, es muy limitada a la hora de hacer política.¿Será Lorena Fries consciente de este problema?

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