Columna publicada en El Líbero, 02.08.2016

Hace pocos días, Sofía Correa publicó una columna que explora la eventual fractura de la oposición de cara a las próximas elecciones presidenciales. La inquietud, desde luego, es pertinente: si Chile Vamos no despliega un importante y decidido esfuerzo de articulación política (¿no habría que partir por garantizar y promover primarias abiertas y vinculantes?), es muy posible que la derecha termine con dos o tres candidatos en la primera vuelta de 2017. ¿A qué se debe este escenario? Según la historiadora, quizás se explica por las diferencias en torno a la dictadura, las que todavía serían determinantes al interior de la oposición. Sin embargo, no es seguro que la presente coyuntura responda a ese clivaje.

En efecto, hay un dato difícil de ignorar: el candidato de la derecha aparentemente mejor posicionado es Sebastián Piñera, quien votó por el “No” y acuñó la frase de los “cómplices pasivos”; pero al mismo tiempo sustentó su gobierno fundamentalmente en la UDI, partido que, con todos los matices y distinciones del caso, hasta hoy es el más cercano (o menos reticente) al régimen autoritario. Cualquiera sea la opinión que esto nos merezca, el hecho de que Piñera encuentre su principal base de apoyo en el gremialismo —y no en RN o los partidos y movimientos emergentes— pone en tela de juicio la divisoria de aguas sugerida por Sofía Correa.

Pero entonces, ¿cómo se explica la innegable división que atraviesa a la oposición? Para responder esta pregunta, tal vez conviene notar que dicha división excede lo meramente electoral y afecta, en mayor o menor medida, a los diversos actores que influyen en la derecha política. Nótese lo siguiente: ya sea que se trate del proceso constituyente, las críticas a las AFP o la aproximación a nuestros niveles de desigualdad, en este sector coexisten dos posiciones, cada vez más nítidas y diferenciadas. Ambos valoran la iniciativa personal y los cambios graduales, y por tanto rechazan la agenda de este gobierno; pero la diferencia de énfasis resulta elocuente.

Para los más ortodoxos, el cambio constitucional necesariamente conduce al populismo latinoamericano —por eso había que “restarse del proceso”—, el sistema de pensiones requiere ajustes mínimos (si acaso caben), y hablar de desigualdad implica “hacerle el juego a la izquierda”. Para los más reformistas, en cambio, urge repensar el modo en que hemos comprendido y aplicado la subsidiariedad, así como también la cantidad e intensidad de los mecanismos supra mayoritarios; las bajas pensiones obligan a interrogar y probablemente complementar la lógica de nuestro sistema previsional; y la desigualdad exige algo más que la sola óptica económica (¿economicista?). Si para los primeros, en fin, las ideas “ya están” y sólo requieren “mejor marketing”; para los segundos las dificultades de la oposición responden, en gran medida, a la ausencia de un diagnóstico y un proyecto político compartido y acorde al Chile de hoy.

En todo caso, el fenómeno quizás guarda relación con la historia reciente o, al menos, con una cuestión generacional; y en ese sentido es posible retomar la sugerencia de Sofía Correa. Quienes vivieron la Guerra Fría (o se formaron políticamente al alero de ellos) suelen sostener que jamás conviene transar o ceder, de ninguna forma, la “legitimidad de las propias posiciones”. Por su parte, quienes siempre han hecho política en contextos de normalidad democrática consideran que si algo socava la legitimidad de la posición propia es continuar con los discursos de antaño. Como decía Aron, el progreso conlleva sus propias tensiones. Por eso los segundos no tienen inconvenientes en acudir a nuevas perspectivas, y por la misma razón son más proclives a tomarse en serio los planteamientos adversarios, aunque no se compartan (acá, por cierto, no incluimos a quienes creen en el progreso o sueñan con estar siempre a la moda: esa actitud no resiste mayor análisis).

Nada de lo anterior tiene un correlato político-electoral inmediato, pero el panorama descrito parece explicar mejor la desorientación que hoy afecta a la oposición. Si acaso es cierto que una de sus notas distintivas es dar cauce a lo que Joaquín Fermandois ha llamado el impulso conservador, hoy se vislumbran dos modos diversos —y eventualmente antagónicos— de comprender y materializar ese impulso. Y si esto es así, el enfoque que adopten los presidenciables en el eje ortodoxia-reformismo dista de ser trivial.

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