Columna publicada en El Líbero, 30.08.2016

Gran parte de los chilenos que vive fuera de Santiago se suele quejar de la alta centralización del país. Tienen razón: la desproporción de población, empresas, universidades, servicios de salud y vida cultural entre la capital y el resto del país así lo demuestra. También es sintomático que al referirse a la ubicación geográfica, se tenga que hablar en términos binarios: uno es de Santiago o de “regiones”. Chile no cuenta con una política de largo plazo para enfrentar este problema. Una posible respuesta es que, en general, la (fragmentada y escasa) reflexión en torno a ella se ha centrado más en el qué hacer y menos en el por qué hacerlo. No parecemos estar tan convencidos de que la centralización sea uno de nuestros problemas prioritarios, ni conscientes de que acarrea un riesgo para nuestra democracia. Sugiero que hay buenas razones para pensar que ese riesgo existe.

Alexis de Tocqueville definió la democracia como un doble movimiento, distinguiendo dos aspectos: la “naturaleza” o “instinto” de la democracia, y el “arte” de la democracia. La naturaleza, por un lado, nos lleva a dirigir hacia nosotros mismos todos los aspectos de la vida social. Pues, como señala Pierre Manent, nos percibimos como única fuente legítima de todos nuestros vínculos. El individualismo –la tendencia a encerrarnos en nosotros mismos, perdiendo toda referencia de alteridad–, dice Tocqueville, es de origen democrático (y en consecuencia inherente a él). Por otro lado, el arte de la democracia guarda relación con aquellas instituciones, conductas y virtudes que nos permiten establecer vínculos con los demás, de salir al encuentro de lo que es exterior. Así, el arte de la democracia regula (morigera, corrige) el instinto. ¿Cómo hacerlo en términos prácticos? Una fórmula central es aumentando la participación social y política.

El arte de la democracia tiene, entonces, directa relación con el problema de la centralización. Al estar alejados de la influencia en la política nacional (los camioneros tuvieron que ir a Santiago para ser escuchados), nos terminamos encerrando en nosotros mismos. Tampoco habrá interés en participar si no existen las condiciones materiales mínimas (salud, vivienda, educación, transporte) que nos insten a salir al encuentro de los demás. Para utilizar la nomenclatura de Isaiah Berlin –muy difundida en nuestro medio–, la centralización potencia nuestras ansias de libertad negativa, y anula la posibilidad de libertad positiva. Es decir, acentúa la importancia de derechos negativos, con el consecuente deber de no interferencia, minando a su vez la posibilidad de despliegue de derechos positivos, que implican un deber orientado hacia la ayuda del otro.

Esta perspectiva sirve para ver que hay buenas razones para promover la descentralización desde ambos lados del espectro político. A la izquierda (y a cierta derecha) le podrá interesar como mecanismo de contención del individualismo: la libertad positiva se refiere a la voluntad colectiva antes que a la individual. Ello acarrearía una mayor conciencia de las necesidades de los demás, la importancia del sacrificio personal en aras del resto, y en última instancia, la convicción de que no vivimos solos. A la derecha (y a cierta izquierda) le interesa porque, en su visión del hombre –y aquí convergen liberales, conservadores y socialcristianos–, la función propia de toda asociación es ayudar a los participantes de las comunidades a que se ayuden ellos mismos: que se hagan artífices de su propio destino. Este es el sentido de lo que ha sido denominado como subsidiariedad. Aplicada a la descentralización, sería una exigencia de justicia que las personas estén empoderadas en la participación de los gobiernos locales y la coordinación de las iniciativas sociales (individuales y colectivas).

Si nos tomamos esto en serio, la descentralización sí es prioritaria, y no debiera haber obstáculos para alcanzar un amplio consenso nacional. Una mirada a la historia de aciertos y errores legislativos en esta área nos demuestra que si se quiere generar una política eficaz, se necesita un acuerdo transversal y de largo de plazo. Un acuerdo de este tipo debiese ser bienvenido con ansias en tiempos de alta polarización ideológica y de crisis de confianza en la política y las instituciones. Sería un paso importante para recuperar el arte de la democracia.

Ver columna en El Líbero