Columna publicada en La Tercera, 31.08.2016

El Mineduc ha propuesto eliminar la asignatura de Filosofía, para incorporarla en un curso más amplio de “Formación ciudadana”. La idea, dicen, no sería erradicar los contenidos filosóficos, sino que darles una perspectiva más integradora. La idea tiene el mérito de llamar la atención sobre una de las tareas más urgentes que tenemos en Chile: la de reflexionar sobre aquello que consideramos relevante enseñar en los colegios. A fin de cuentas, llevamos años discutiendo de burocracia educacional, sin habernos detenido en esto. Además, es difícil negar que la enseñanza escolar de la filosofía enfrenta dificultades serias, debidas (entre otros factores) al propio currículum.

No obstante, la propuesta no va en la dirección correcta, y por varios motivos. En primer término, supone que la filosofía tiene una función utilitaria: serviría para formar “buenos ciudadanos”. Aunque es innegable que una adecuada enseñanza de esta disciplina puede contribuir a ello, la verdad es que no constituye su objetivo primero ni fundamental. La filosofía pretende, antes que todo, hacernos descubrir la nobleza que hay en la actividad misma de reflexionar. Constituye así un cierto fin en sí misma, imposible de reconducir a otros propósitos.

Pero hay más, porque la propuesta ignora otro aspecto esencial: una de las condiciones de la existencia de la filosofía es poseer una autonomía, aunque fuera relativa, respecto de la polis.

Si se quiere, la filosofía busca cuestionar las certezas e interrogar aquello que damos por seguro; intenta que seamos capaces de poner distancia entre nosotros y nuestras opiniones. Eso la sitúa en un inevitable conflicto con la vida política: se trata precisamente de cuestionar el punto de vista del ciudadano, y por eso resulta tan delirante reducirla a la sola formación cívica. Quien no entienda esto no entiende el testimonio de Sócrates, dispuesto a morir por preservar esa independencia respecto de la opinión dominante. Considerando que nada de lo dicho es muy original, cuesta entender qué motivos pueden haber llevado a un funcionario a ignorar tan olímpicamente el surgimiento mismo de la filosofía en Occidente, e intentar asimilarla a algo tan característico de la novlang democrática como la “formación ciudadana” (¿cuál sería el estatuto de esta nueva disciplina, quiénes sus cultores y cuál su tradición? La más breve de las reflexiones basta para percibir lo absurdo del cambio).

Además, es cuando menos llamativo que el Mineduc insista en reducir la enseñanza de las Humanidades en un país donde poca gente entiende lo que lee. Quizás el único modo de comprender este extraño fenómeno sea el siguiente: se ha ido imponiendo un paradigma según el cual lo más relevante de la tarea pedagógica no sería tanto transmitir una cultura como privilegiar una formación pragmática orientada al mercado laboral. En esta paradoja cayó incluso Bourdieu, sin entender que allí no hay auténtica educación, sino mera domesticación técnica. Que un gobierno de izquierda (que dice querer salvarnos del neoliberalismo) caiga en ella es un buen síntoma de cuán profundos son nuestros malentendidos.

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