Columna publicada en Pulso, 11.07.2016

Los casos de falsos exonerados siguen presentes en nuestra agenda política. La jueza a cargo de la investigación, Mireya López, sobreseyó a 54 parlamentarios que estaban siendo investigados ya que, si bien hubo cierta “laxitud” por parte de ellos, no se pudo comprobar el ilícito penal.

Sin querer tocar las aristas judiciales del problema, llama la atención que exista tan poco cuidado por parte de nuestros representantes-especialmente si son de izquierda- con respecto a temas de memoria y derechos humanos. El modo en que nos hacemos cargo de nuestra historia define nuestro presente, y la gravedad de la “laxitud” salta a la vista.

Pero además de la poca preocupación por resolver los miles de casos en los que podría haber habido engaño y fraude al fisco, resulta sorprendente la falta de interés por abordar el problema en toda su dimensión: parece haber respuestas prefabricadas de un lado a otro, donde, una vez más, los derechos humanos sirven como arma política, no como un punto de encuentro para la sociedad en su conjunto.

En “Los abusos de la memoria”, Tzvetan Todorov resalta la ejemplaridad del caso de David Rousset, un ciudadano francés que, habiendo sido prisionero de los campos de concentración nazi, denunció la existencia de campos similares dentro de la Unión Soviética. Y no contento con eso, promovió activamente dentro de los antiguos deportados franceses la investigación de dicha práctica en el imperio comunista. Para muchos, las publicaciones y declaraciones de Rousset significaron una bomba: ¿por qué un miembro activo de la izquierda, antigua víctima del nazismo en Buchenwald, habría de llenar de injurias a los de su propio bando?

Dicha anécdota sirve a Todorov para ilustrar por qué, una vez que ya existe una opinión dominante asentada, es tan difícil salir de los esquemas preestablecidos. Pasó en Europa luego de la Segunda Guerra Mundial: la indudable gravedad y brutalidad de los crímenes del nazismo y la constitución de los Tribunales de Nuremberg con la URSS como juez, hizo que Hitler y los suyos ocuparan un lugar nítido que hacía imposible establecer cualquier comparación o semejanza, aunque fuera relativa con otros episodios históricos dolorosos.

Desde luego, la barbarie y extensión del nazismo, de sus campos y sus prácticas cruzaron cualquier límite conocido, pero ante esto, en vez de interrogar sus causas, muchas veces se esquiva cualquier intento de comprensión. De allí que, incluso hoy, no sea extraño encontrarse con la idea de que Hitler era un monstruo o una bestia única en su especie: que él queda fuera, al fin y al cabo, de cualquier comprensión humana.

A partir de aquello, Todorov afirma que la memoria puede ser ocupada de manera literal o de manera ejemplar. En el primer caso, resalta la unicidad del episodio recordado, haciéndose incomparable con cualquier situación análoga: esta es, comprensiblemente, la lectura que hacen las víctimas del nazismo, pues los hechos vividos siempre serán únicos en su gravedad. Sin embargo, señalar que los hechos son incomparables esconde, las más de las veces, otra intención; quiere evitar que se atenúen las culpas pasadas o que se profane la sacralidad de ese recuerdo.

Pero la memoria, dice Todorov, puede también ser utilizada de manera ejemplar, donde se sale de la propia experiencia para, desde ella, comprender mejor el presente. El problema es que en Chile preferimos quedarnos con las respuestas dadas en torno a los debates de la memoria, y discutimos nuestro pasado como si fuera un partido de fútbol. Así, las respuestas a ciertos temas tienden a estar encasilladas de antemano, y acompañadas de un vocabulario específico. Alguien que habla, por tanto, de “régimen militar” criticará duramente al INDH por ser partisano, no estará de acuerdo con ningún aspecto del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos y pedirá que, al describir la violencia política ocurrida en Chile, se “contextualice” correctamente. Asimismo, los simpatizantes del término “dictadura” tenderán a considerar innecesario cualquier beneficio humanitario a los condenados por crímenes a los derechos humanos (a pesar de la edad y del estado de salud) y mirarán con lupa la actuación histórica de cualquier “cómplice pasivo”, pues no es posible haber colaborado de buena fe en el régimen de Pinochet. De ese modo, parte importante de nuestras discusiones se estructuran en torno a respuestas preconcebidas, pues sabemos qué opinión se tiene de acuerdo con la posición que los participantes ocupan en el debate político.

Nada de esto es inocuo. Cuando leemos nuestro pasado desde la opinión dominante, la historia se vuelve muda ante nuestro presente. De ahí que, como ha señalado David Rieff, la memoria no sea siempre una herramienta constructiva para el presente: puede tener un componente demoledor que, cuando no se sabe limitar, nos puede volver esclavos de las odiosidades del pasado. El desafío, por tanto, está en salir de los casilleros de nuestra historia, para que esta no someta a nuestro presente. En este sentido, el caso de los falsos exonerados, sobre todo por respeto a quienes sí sufrieron injusticias y vejaciones durante la dictadura, exige una reflexión más acabada y un tratamiento que esté a la altura de las circunstancias.

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