Columna publicada en La Tercera, 13.07.2016

Algunas personas de derecha han comenzado a afirmar públicamente que el gobierno de Bachelet es populista. Las razones para tal afirmación serían que ella hizo promesas de campaña que no pudo cumplir, y que no ha cuidado lo suficiente los equilibrios fiscales. Algunos agregan que la Presidenta es, además, claramente de izquierda, y que si a eso se suma su voluntad de cambiar la Constitución, el resultado, se supone, es clarísimo: estaríamos frente a un “clásico populismo latinoamericano”.

Pero ¿son esas las características fundamentales de los populismos latinoamericanos? Uno de los mejores textos de análisis sobre el populismo escrito en Chile es el artículo “La experiencia nacional-popular” (1991) del sociólogo Eduardo Valenzuela. Ahí el autor escudriña una serie de aproximaciones teóricas al populismo para luego entregar una definición de los rasgos centrales de este fenómeno. El más importante entre ellos, por supuesto, es la articulación del pueblo como sujeto político a través de un líder que ejerce un liderazgo que no está basado en el discurso, sino en la presencia y la participación. Es lo que conocemos como un “líder carismático”, objeto del culto popular. Este líder es el punto de fusión entre el Estado y las masas, disolviendo la diferencia entre Estado y sociedad que es propia de las democracias representativas. Su política económica, finalmente, sigue la misma lógica festiva e inflacionaria de sus altisonantes e irrelevantes discursos: es una política de apropiación estatal para la redistribución popular, pasando a ser el dinero un símbolo social en vez de económico. Por último, ya que el líder termina siendo el equivalente tanto del Estado como del pueblo, su permanencia en el poder tiende a eternizarse, gobernando principalmente mediante mecanismos plebiscitarios.

Si evaluamos a Bachelet con estos parámetros resulta imposible calificarla como populista. Su liderazgo hoy no posee carisma alguno y su popularidad es bajísima. No existe un pueblo que le rinda culto ni ella lo promueve. No tiene un enemigo retórico al que culpe de todo. No tiene una estrategia económica inflacionaria ni ha pretendido resignificar el dinero. No ha disuelto las instituciones. Y, como si fuera poco, su gobierno está sostenido por completo en un discurso: el del famoso “programa”, cuya defectuosa implementación le ha valido la condena de la opinión pública. Por lo demás, nadie pensaría, al mirarla, que quiera eternizarse en el poder, sino volver lo antes posible a Washington.

Si lo que se teme es el populismo, una de las cosas que debemos evitar es la inflamación retórica y la inutilización del lenguaje y, junto con él, de la deliberación política racional. Y un requisito para ello es ser justos en la crítica y en la descripción del adversario: Bachelet, en efecto, es la líder de un gobierno de izquierda.  Al menos todo lo de izquierda que puede ser la suma de los antiguos “autoflagelantes” de la Concertación y el Partido Comunista.Pero que su gobierno sea de izquierda, e incluso que sea un mal gobierno de izquierda, no lo hace populista.

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