Columna publicada en El Líbero, 19.07.2016

Recientemente el CEP entregó su primer informe de la encuesta “Los Mapuche rurales y urbanos hoy, marzo-mayo 2016”, dando continuidad al estudio realizado hace una década. Entre sus resultados más sorprendentes están el alto nivel de rechazo a la violencia, la significativa coincidencia con el mundo no mapuche en la identificación de los principales problemas nacionales, y la transversalidad -y persistencia- de la demanda de tierras. Sin embargo, a pesar de la fuerza mediática que suelen tener los conflictos en La Araucanía, el impacto inicial de la encuesta ha tendido a desvanecerse. Por ello, urge llamar a una reflexión sistemática que articule un diagnóstico certero sobre la relación entre el Estado chileno, el mundo mapuche y la ciudadanía.

De la diversidad de temas y preguntas abordados en la encuesta, destacan las preguntas referentes a la integración de las comunidades mapuche en la sociedad chilena. En este punto, sorprende no sólo que un 73% de los mapuche entrevistados se considera plenamente integrado, sino también que un 70% cree necesaria una mayor integración. Tal hipótesis se refuerza al constatar que el 42% de los entrevistados mapuche se reconocen, al mismo tiempo, como mapuche y chileno, en una combinación que no parece ser, a ojos de los involucrados, especialmente problemática.

Estos resultados se vuelven más atractivos al ponerlos a dialogar con otros dos elementos relativos a cuestiones propiamente identitarias. El primero tiene que ver con la lengua: a pesar de observarse un claro debilitamiento del uso y conocimiento del mapudungún, el 60% de los mapuche encuestados considera que este debiera enseñarse obligatoriamente a su descendencia, reconociendo en el vínculo entre lengua y cultura un elemento esencial de la comunidad. El segundo elemento guarda relación con las reivindicaciones territoriales, que siguen constituyendo la forma de compensación estatal más reclamada por el mundo mapuche, con un 49% de las preferencias. Lo interesante aquí es que la tierra no se entendería tanto, a nuestro juicio, como un bien productivo -ocupando un lugar secundario en las preguntas sobre pobreza y desarrollo-, sino como uno simbólico: un espacio que garantiza, junto con la lengua, la continuidad de la cultura. Así lo evidencian también los casos analizados por la Fundación Aitué, donde la demanda de tierra aparece más vinculada al mantenimiento de las tradiciones que al aseguramiento material.

Todo esto muestra que no necesariamente existe una incompatibilidad entre la experiencia y reclamación de integración a la comunidad chilena, por un lado, y la persistencia de reivindicaciones identitarias, por el otro. Como señaló la historiadora Sol Serrano cuando se conoció la encuesta del CEP, el concepto de “integración” ha tendido a considerarse un sinónimo de aculturación, como si en la elección y valoración de la inclusión a la sociedad chilena se renunciara a la identidad mapuche. La encuesta, en cambio, muestra la continuidad de esos dos elementos clave en la autocomprensión del mapuche como parte de una cultura propia que, sin embargo, pueden coexistir con la valoración de una vida integrada al resto de la ciudadanía. Tal escenario debiera ser considerado por la discusión pública, más aún en el contexto actual de la instalación de una nueva mesa de diálogo que, esperamos, dé más frutos que los esfuerzos estatales de los últimos años.

Y es que estos resultados tensionan ciertas posturas arraigadas, particularmente respecto del debate sobre el reconocimiento mapuche al interior de la figura del Estado-nación chileno. Los mapuche encuestados muestran que identidades diversas pueden coexistir al interior de un espacio compartido, cuestionando de este modo la idea de que la relación entre ambos mundos tiene necesariamente la forma de una oposición. Como bien señala el Premio Nobel de economía Amartya Sen, la identidad de las personas está constituida por una pluralidad de tradiciones y matrices, y el reconocimiento de tal pluralidad parece ser garantía esencial para una convivencia pacífica en el contexto de la sociedad global, en la cual Chile -y sus diversas identidades- está también inserto.

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