Columna publicada en El Líbero, 28.06.2016

Si algo cabe reconocerle a Mario Fernández es que su designación no ha pasado desapercibida. Aunque esto puede haber ocasionado más de una incomodidad al ministro Valdés (basta recordar su deferente visita a la sede del PC a las pocas horas de asumir en Interior), todo indica que Fernández llegó decidido a dar señales y tomar las riendas del equipo político. Pero entre los varios hechos noticiosos que han rodeado su nombramiento, hay uno que continúa llamando la atención: su resuelto apoyo al proyecto de aborto. Ciertamente Fernández dista de ser un conservador —sus reiteradas opiniones sobre la asamblea constituyente o la judicialización de los derechos sociales han sido elocuentes—; pero hasta donde sabíamos, el nuevo jefe de gabinete era un férreo defensor de la vida inocente, incluyendo la del niño que está por nacer (por lo demás, Sergio MiccoSoledad Alvear y Alexander Kliwadenko han mostrado una y otra vez hasta qué punto es contradictorio abrazar convicciones de raigambre comunitaria y, al mismo tiempo, apoyar el aborto).

Pero entonces, ¿cómo explicar la actitud de Mario Fernández? ¿Se trata acaso, y simplemente, de una vuelta de chaqueta brutal? Si uno revisa sus entrevistas, el nuevo ministro esboza un principio de argumento (que, por cierto, no es nuevo): el proyecto de ley del gobierno no permitiría el aborto, sino que apuntaría a una “despenalización de la interrupción del embarazo en tres situaciones solamente”. La idea que subyace tras la explicación de Fernández es la siguiente. Una cosa es legalizar una conducta, es decir, otorgar un permiso general para su ejecución; pero otra distinta su mera despenalización, esto es, renunciar a su persecución criminal (no obstante considerarla indeseable), ya sea por razones humanitarias o de otro orden. Para Fernández, según puede colegirse de sus dichos, el proyecto de aborto se limita sólo a lo segundo.

La distinción, en principio, es posible. Aunque hoy no existen mujeres cumpliendo pena de cárcel por delito de aborto, bien puede plantearse que, más allá de esa contingencia, debemos asegurarnos de que jamás se sancione criminalmente a una mujer que, sometida a situaciones límites y muy probablemente en forma desesperada, quite la vida a su hijo en gestación. Desde luego, la legislación vigente le permite al juez hacerse cargo de esa clase de situaciones cuando las circunstancias así lo ameritan (aplicando, por ejemplo, alguna eximente de responsabilidad penal ya contemplada, como fuerza irresistible o miedo insuperable). Sin embargo, no es imposible pensar que conviene facilitarle la tarea al juez y despejar toda duda al respecto (añadiendo, por ejemplo, una eximente de responsabilidad penal específica para estos casos).

La pregunta, empero, es si el proyecto de ley del gobierno guarda alguna relación con lo anterior. Dicho proyecto —basta su lectura para notarlo— no se mueve en el ámbito de la exculpación penal, sino que busca establecer un derecho. En particular, se pretende garantizar como prestación de salud ciertos supuestos de aborto directo —no sólo el caso de riesgo de vida de la madre—, llegando incluso a restringir severamente la objeción de conciencia de los facultativos e instituciones médicas involucradas. Nada de esto (¿habrá que decirlo?) tiene que ver con la dramática situación de aquellas mujeres que terminan abortando producto de la coacción o cualquier otra situación extrema. Nada de esto, en rigor, se relaciona con la distinción enunciada por Fernández.

Así, pese a lo mucho que se ha hablado de sus creencias religiosas, el ministro nos debe, ante todo, una explicación como abogado y como ciudadano: él, hoy en día, ¿está a favor o en contra de legalizar actos cuyo propósito inmediato y directo es quitar la vida al niño(a) no nacido(a)? ¿Le parece razonable, en fin, que esos actos constituyan una prestación de salud garantizada y exigible como derecho?

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