Ver Documentos La Segunda, 28.06.2016

Capítulo 6. Más allá del individualismo

Es sabido que, en política, quien logra rayar la cancha ha ganado (al menos) la mitad de la batalla, más allá de los resultados electorales puntuales; quien impone los términos de la discusión logra ordenar a todo el sistema en torno a sus ejes conceptuales. Extremando un poco las cosas, puede decirse que el objetivo de la actividad política es precisamente ese: ser capaz de introducir líneas que articulen la conversación pública. Ese trabajo, en los últimos años, ha sido realizado casi exclusivamente por la izquierda. Además, dado que la política contemporánea gira, en buena medida, en torno a la administración del cambio, cualquier postura inmovilista está condenada de antemano al fracaso. Una propuesta política debe hacerse cargo de la necesidad de cambio, ya que el mero continuismo no alcanza. Sólo el esquema neutralizador de la transición chilena permitió que muchos de nuestros políticos se contentaran durante años con posiciones estáticas o de cambios puramente cosméticos.

Foto: www.lasegunda.cl

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En virtud de todo lo anterior, se hace imperativo elaborar un discurso que pueda ser contraparte efectiva de la propuesta de la izquierda, sin eludir ninguno de los inconvenientes objetivos de nuestro modelo de desarrollo. La narración de izquierda seguirá siendo predominante, y quizás por mucho tiempo, mientras no se emprenda ese esfuerzo (cuya principal dificultad parece consistir en que muchos actores públicos que no comparten el proyecto de la izquierda no comprenden la naturaleza ni la profundidad del problema, más allá de captar los inconvenientes electorales de la situación). Con todo, el aspecto realmente problemático del escenario viene dado porque ambas perspectivas utilizan categorías insuficientes para comprender la realidad. Si tenemos la impresión de que, al menos por momentos, nuestra discusión pública gira en banda, es precisamente porque tenemos tendencia a utilizar instrumentos conceptuales poco adaptados para percibir la realidad. ¿Qué significa que las categorías sean insuficientes? Pues bien, quiere decir que los lentes que usamos para aproximarnos a la realidad deforman o distorsionan en lugar de mejorar la vista. Lo que percibimos a través de ellos no es completamente falso, pero tienden a caer en reduccionismos peligrosos. En otras palabras, nuestros análisis suelen ser unidimensionales: nos obsesionamos fácilmente con un aspecto de las cosas, en lugar de mirarlas en su integralidad.

Los problemas que nos afectan son multicausales y multidimensionales y, por lo mismo, no podemos sino errar el tiro cuando el análisis privilegia una sola perspectiva. Quizás el ejemplo más nítido de lo que se intenta describir sea la discusión en torno a la educación. El tema lleva años ocupando un lugar central en el debate público, pero en verdad hemos hablado poco de ella. Nuestra atención se ha centrado más bien en cuestiones anexas, cuando no accidentales; y es bastante posible que todas las grandilocuentes reformas estructurales no cambien en nada la calidad de la educación ni lo que ocurre efectivamente al interior de la sala de clases (y esto vale para los niveles escolar y superior). Esto sucede porque estamos obsesionados con cuestiones estructurales, de carácter económico o jurídico. Nuestra pregunta es cómo se organiza y financia la educación, pues estamos convencidos de que allí se juega lo más decisivo. Por otro lado, vivimos bajo la ilusión de que la educación podrá resolver (casi) todos nuestros problemas sociales: desigualdad, desintegración social, segmentación urbana, falta de civismo y delincuencia, entre otros. Sin embargo, estas perspectivas no resultan adecuadas a la hora de abordar el asunto, porque ninguna de ellas agota el fenómeno. Pueden ser relevantes, desde luego, pero no están en el centro del proceso educativo. Una perspectiva correcta para tratar esta cuestión quizás debería partir por preguntarse, por ejemplo, qué queremos transmitir a través de la educación, cómo queremos hacerlo y qué papel juegan las familias en dicha transmisión. Después de eso, vienen las cuestiones burocráticas y políticas (que, en cualquier caso, están lejos de ser indiferentes, pues condicionan todo lo que viene).

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La inversión es peligrosa porque se corre (como veremos) el serio riesgo de instrumentalizar la labor educativa, que posee un valor intrínseco. Así, las categorías dominantes de la discusión sobre educación (que opone básicamente a tecnócratas de derecha contra utopistas de izquierda) pierden dimensiones esenciales de la realidad, y por eso el debate suele convertirse en mera vociferación de posturas incapaces de establecer diálogo alguno. Entre las principales categorías insuficientes se encuentra, desde luego, la utilizada por la derecha economicista, heredera de la versión más ortodoxa del discurso de Chicago. Resulta problemático asumir que la desigualdad no constituye un problema, por cuanto supone ignorar la dimensión política de la vida humana. Buena parte de la derecha piensa que la desigualdad no es relevante, pues lo prioritario (o más bien lo único importante) sería atender la pobreza y la miseria. Esta respuesta tiene un punto importante a su favor: es obvio que en Chile hay un nivel de marginalidad que es urgente atender, y muchas veces las legítimas demandas mesocráticas nos impiden ocuparnos como es debido de cuestiones dramáticas que ocurren a nuestro alrededor. Sin embargo, ese hecho no quita que la respuesta sea profundamente insuficiente, en la medida en que ignora cuestiones bien elementales: la sociedad es algo más que una masa de consumidores que se segmentan en un mercado según su nivel de ingresos. De hecho, si dichas desigualdades son percibidas como injustas, es evidente que el modelo económico pierde buena parte de su legitimidad. Esto último no es ajeno a la realidad nacional, puesto que nuestra élite tiene cierta tendencia a la endogamia, lo que muchas veces hace dudar del carácter efectivamente meritocrático de la distribución de la riqueza. Pero más allá de eso, toda sociedad requiere necesariamente de alguna unidad, sin la cual se debilita y queda expuesta a crisis que pueden ser más o menos graves según el caso.

La desigualdad, cuando es muy fuerte y carece de justificación razonable, fragmenta y hace perder cohesión al cuerpo social. Esto no es un problema de capricho, ni menos de envidia, como suele decirse, sino una dificultad objetiva de configuración del orden social, en la medida en que produce inestabilidad. Una polis dividida, decía Aristóteles, es vulnerable e inestable. Por lo mismo el filósofo griego insistía tanto en fortalecer la clase media, pues ésta le otorga una quilla estable al conjunto social. ¿Qué niveles de desigualdad, y en virtud de qué principios, son aceptables en nuestra sociedad? No nos haría mal tener una discusión de este tipo en Chile, donde no es raro que un gerente gane unos veinte sueldos promedio, y unos cuarenta sueldos mínimos. ¿Qué comunidad efectiva puede haber allí donde hay tanta diferencia? ¿Qué tipo de acción común, qué tipo de política, puede fundarse desde distancias tan marcadas? ¿Qué soporte tiene esa comunidad para enfrentar una crisis grave? Es tan grande la segmentación, que suele decirse que los chilenos no vivimos en el mismo país, pues nuestras experiencias vitales están radicalmente escindidas, desconectadas unas de otras (quizás el fútbol constituye una de las raras excepciones a este fenómeno). Negar que esto constituya un problema objetivo revela simplemente un desconocimiento de la condición política del hombre: si acaso somos algo más que individuos que consumen, entonces no podemos sino organizarnos en cuerpos sociales que hacen posible una vida auténticamente humana.

Portada Nos fuimos quedando..Toda nuestra experiencia individual está mediada por nuestra relación con otros y, en definitiva, por el orden de la polis (y allí reside el gran descubrimiento aristotélico). Cuidar el equilibrio de esos cuerpos sociales es, por tanto, un imperativo que guarda estrecha relación con nuestras propias vidas. El documental Chicago Boys (dirigido por Carola Fuentes y Rafael Valdeavellano) manifiesta bien este problema. Al ser consultados algunos de los padres del modelo económico chileno sobre la crisis actual, sus respuestas no pueden sino dejar perplejos al espectador. Uno alude a la envidia, otro afirma que está impedido de responder porque no es psiquiatra y un tercero nos regala una referencia coprológica cuando le preguntan por las demandas sociales. ¿Cómo es posible que personas de inteligencia probada, que promovieron y realizaron transformaciones tan profundas en la sociedad chilena, sean completamente incapaces de dar cuenta o de hacerse cargo de los efectos de las mismas? ¿Cómo explicar ese silencio inaudito? ¿Dónde reside la raíz de esa ceguera intelectual? Pues bien, cometieron un error elemental al olvidar la primacía de lo político. Creyeron que estaban haciendo transformaciones puramente técnicas cuando estaban haciendo algo más: el discurso económico no puede esconderse bajo una falsa neutralidad técnica para evitar asumirlo políticamente.

En otras palabras, cuando la categoría económica se vuelve dominante y hegemónica, corremos el riesgo de perder de vista porciones enormes del fenómeno humano. De hecho, acudimos al psiquiatra cuando carecemos de instrumentos conceptuales para dar cuenta de algo, cuando un comportamiento está completamente fuera de nuestros parámetros habituales. Por eso la frase es tan significativa: refleja una inequívoca claudicación intelectual. La hegemonía de la categoría económica, en definitiva, impide percibir que los problemas económicos nunca son sólo eso, sino que también tienen una dimensión política; y por eso no pueden decir nada relevante sobre la situación actual. La tesis subyacente en esta categoría es que, a la larga, el mercado produce armonía, pero se trata de una idea cuando menos discutible. Por lo mismo, a la derecha economicista le cuesta captar todos los aspectos de la realidad que no son directamente procesables por el mercado. En esta lógica, aquello que queda fuera de los intercambios económicos se convierte en irrelevante y no merece ser tomado en cuenta. Desde luego, la derecha política también ha sido víctima de esta enfermedad, en la medida en que durante años ha estado subordinada (al menos parcialmente) en términos doctrinarios a la derecha economicista, lo que tiene sus consecuencias. Como bien lo ha notado Hugo Herrera, dicho sector ha desdeñado sistemáticamente otras fuentes intelectuales, que fueron importantes en el pasado; el empobrecimiento de la perspectiva ha sido bien notorio.

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El carácter sui generis de nuestra derecha puede explicarse a partir de esto: después de todo, no deja de ser excéntrico que dicho sector no haya tenido nada que decir, durante décadas, sobre la ciudad, ni sobre la articulación entre territorio y población, ni sobre la importancia de la nación como cuadro y soporte de lo anterior. Tampoco posee ningún discurso elaborado sobre la familia, ni sobre la educación como problema antropológico antes que técnico. Ni hablar de cuestiones laborales, que en otros países son centrales en el discurso de derecha (Sarkozy ganó la elección presidencial en 2007 sobre ese eje). Como sea, el silencio es bien impresionante. Quizás el ejemplo más decidor sea el de la natalidad. En una cuestión tan delicada como ésta (y que es primera prioridad para gran parte del mundo desarrollado), la derecha tiende a fijarse sólo en los inconvenientes que los pocos nacimientos generan a largo plazo en el mercado laboral: “Nos faltará mano de obra”, parece ser la única conclusión posible que se obtiene desde esta óptica. Y dado que el fenómeno es mirado desde allí, entonces se piensa que la inmigración es la solución perfecta. Si tenemos “escasez” de mano de obra, entonces hay que importarla (lo que implica echar mano a aquello que Marx llamaba ejército industrial de reserva, que, además, mantiene bajos los salarios, sin que la izquierda lo advierta). La dificultad estriba en que ni la baja natalidad ni la inmigración son fenómenos exclusivamente económicos. La categoría utilizada es, a todas luces, descaminada, porque no permite captar el contenido de la cuestión, al reducirla a uno solo de sus aspectos e ignorando al mismo tiempo las profundas preguntas culturales, sociológicas, territoriales o familiares que están involucradas (nada de lo dicho, desde luego, implica tener una posición per se contraria a la inmigración —lo que sería absurdo—; se trata solamente de integrarla a una reflexión más amplia que la acostumbrada).

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