Columna publicada en La Tercera, 29.06.2016

“Facho pobre” es el insulto que usan en Chile algunos progresistas contra quienes, teniendo poco dinero y educación, no son de izquierda. Es una especie de roteo, pero que suma al desprecio social un desprecio moral e intelectual. Y también cierto paternalismo. En el fondo, propone al otro como alguien alienado en su miseria. Alguien que no puede ver lo que le conviene porque es demasiado menesteroso. En cambio, quien usa este insulto se presume conocedor de cierta verdad respecto al mundo, y respecto al otro mismo, que la carencia le oculta a quien la sufre.

No sé si los progresistas autocomplacientes del mundo tienen algún equivalente más cosmopolita para este insulto. Lo que sí sé es que sirve a la perfección para capturar el sentimiento de indignación ilustrada que hoy recorre Occidente a partir de los éxitos electorales de Donald Trump y de la votación favorable a que Gran Bretaña abandone la Unión Europea que terminó con la renuncia de David Cameron. Condensa con precisión el mensaje de fondo de cientos y miles de comentarios vertidos en columnas de opinión, Twitter, Instagram y Facebook que contienen no sólo una razonable preocupación por estos sucesos, sino una enorme cantidad de desprecio hacia quienes, con sus votos, terminaron configurando el actual escenario. Y es que muchas personas parecen considerar que lo único que explicaría la posición de esos votantes es una mezcla de ignorancia y miseria: la incomprensión total de aquello que estaban decidiendo.

El problema con este desprecio y esta indignación es que la mera condena moral e intelectual no ofrece luz alguna para tratar de comprender lo que está pasando. Tratar de xenófobos, racistas, fascistas o lo que sea a todos los que parecen rechazar la forma en que sus estados nacionales se están articulando con la globalización es evidentemente una forma muy poco inteligente de mirar el asunto, que sólo puede venir, como ha señalado el columnista de The Week, Damon Linker, del desengaño respecto de una creencia progresista cuasi-religiosa. Y es que sólo alguien muy cegado por la creencia en la idea de un progreso irreversible hacia el reinado de la razón en el mundo podría haber pensado que las aventuras cosmopolitasllevadas adelante por las élites globales iban a trazar una especie de línea recta sin interrupciones hacia la prosperidad y la alegría, ya no de los pueblos, sino de la humanidad.

Era muy previsible que la globalización y el cosmopolitismo tendrían que ajustar cuentas con los estados nacionales, y que nada sería fácil en ese camino. Cualquiera que haya leído “El Federalista” sabe lo complejo que puede ser el desafío de pensar un orden que incluya muchas soberanías, y lo torpe que resulta pretender que simplemente se renuncie a su ejercicio. Como señaló hace tiempo el filósofo Pierre Manent en su Curso de Introducción a la Filosofía Política, no se puede simplemente “salir” de la forma política nacional. Y si esto es así, quizás los principales responsables del Brexit y del ascenso de Trump no sean los “fachos pobres”, sino justamente quienes los apuntan con el dedo.

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