Columna publicada en El Líbero, 03.05.2016

Como ya es usual, el primero de mayo trajo consigo la reinstalación en la agenda pública de la problemática social del trabajo. Pero esta vez, encontró al gobierno de la Nueva Mayoría en uno de sus peores momentos: durante los últimos días de abril, el Tribunal Constitucional declaró la inconstitucionalidad de dos artículos de la Reforma Laboral, mientras nos desayunábamos con la noticia de un alza inusitada en el desempleo en el Gran Santiago en marzo —rozando la barrera de las dos cifras— de acuerdo con las cifras del Centro de Microdatos de la Universidad de Chile.

La relevancia mediática de ambas noticias no hace otra cosa que explicar la importancia del mundo del trabajo para nuestra sociedad. Hace un siglo, Max Weber reconocía que el trabajo se ha transformado en una suerte de ethos: en el mundo moderno, la virtud del trabajo es central en el desarrollo de un pueblo, y quedar fuera del círculo es, por tanto, no sólo motivo de angustia económica, sino también de frustración social. El problema es que, en un escenario de aumento progresivo de desempleo, y con una agenda laboral oficialista centrada en la reivindicación de antiguas demandas sociales, más que en poner el acento en la flexibilidad laboral, se hace más probable que parte de la comunidad nacional quede al margen del mundo laboral. Y dentro de ella, quienes más sufren esta exclusión son los jóvenes.

En efecto, la misma encuesta de la Universidad de Chile señala que los jóvenes entre 25 y 29 años ostentan una tasa de desempleo superior al 13%, y en el caso de los jóvenes entre 20 y 24 años, la cifra se encumbra hasta casi un 20%. Lo más grave es que, en este último grupo etario, la participación en el mercado laboral es de apenas un 51,4%, lo que da cuenta de un problema social mayor: han aparecido los llamados “los jóvenes ni-ni”, es decir, aquellos que ni estudian ni trabajan.

Según un estudio realizado en 2014 por el INJUV, los jóvenes ni-ni serían en la actualidad cerca de 750 mil. El 87% son mujeres, el 68% tiene educación secundaria completa, y el 57% pertenece a los grupos socioeconómicos D y E. Este perfil permite explicar por qué “los jóvenes ni-ni” están hoy fuera de la política pública: al final del día, esta clase de jóvenes cuenta con mucha menos capacidad de convocatoria y de presión que la CUT o los universitarios.

El caso de los jóvenes ni-ni nos demuestra que hay un montón de problemas sociales de los que no nos enteramos y, por ello, podríamos llegar a pensar inocentemente que ya fueron superados. Cobb y Elder nos enseñan que la agenda política es extremadamente limitada y, por tanto, se requieren acciones constantes de presión e influencia para que un tema en particular sea efectivamente discutido. El resto, los desafortunados, quedan simplemente afuera.

Esta tesis es justamente el esqueleto de “Los Invisibles”, el libro que acaba de editar el Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), y que será presentado este jueves 5 de mayo a las 19.00 en el Teatro Camilo Henríquez. En diez artículos, escritos por académicos e investigadores de distintos centros de estudios, “Los Invisibles” nos invita a mirar más allá de la lógica mainstream, y nos recuerda que tal como en el caso de los jóvenes ni-ni, hay un montón de temáticas que han dejado de estar en la discusión pública (pobreza, inmigración, marginalidad, delito, drogadicción, etc.).

Este texto se encarga de advertir que hay grupos sociales con los que seguimos estando en deuda, y cuyas demandas han sido discriminadas, relegadas o postergadas, debido a la sencilla razón de que la agenda ha sido inundada por grupos mejor articulados, y con mayor capacidad de presión. Se trata de sectores marginados que dejaron de ser prioridad, y que no cuentan hoy con redes para poner sus temas en discusión, por lo que deben seguir esperando una solución por parte de la sociedad. Es lo que ha pasado, concluyentemente, con estos jóvenes que hoy no se encuentra estudiando ni trabajando… se trata de casi un millón de personas, prácticamente una generación entera, que no tenía nada que celebrar el primero de mayo, como el resto de nosotros. Y ante eso, aunque suene de perogrullo, no podemos seguir con los brazos cruzados.

Ver columna en El Líbero