Columna publicada en La Segunda, 03.05.2016

El fallo sobre la reforma laboral ha vuelto a poner al Tribunal Constitucional (TC) en el ojo del huracán, y no han faltado quienes incluso cuestionan su existencia. Para algunos es un órgano esencialmente “antidemocrático” y, para otros, una institución al servicio de la derecha política. Ambos reparos son muy discutibles. La participación ciudadana y las mayorías legislativas son centrales en una democracia, pero no la agotan. Una república democrática también busca proteger algunas reglas y derechos básicos, y eso exige establecer límites al poder estatal (y por tanto al legislador). Así lo advirtieron Tocqueville, Hamilton y Röpke, y así lo enseñaron dolorosas experiencias durante el siglo XX. No es casual que Estados Unidos, Alemania y otros países cuenten con tribunales constitucionales, o entidades similares, consistentes con propósitos inherentes a la democracia, como evitar la opresión de los más débiles y disponer un uso racional y limitado del poder político.

En cuanto a la aparente politización del TC, debemos distinguir. Buena parte de la derecha tiende a tildar de “inconstitucional” cualquier iniciativa que le incomoda, y ciertamente los últimos nombramientos de ministros del TC no se han caracterizado por su elegancia (el gobierno anterior designó a la entonces jefa del “segundo piso”). Pero durante las últimas décadas han recurrido al TC, indistintamente, ambas coaliciones, que han obtenido sentencias favorables y adversas según el caso. Los criterios político­partidistas son poco relevantes en el día a día del TC y por eso, como ha explicado Patricio Zapata, tanto o más pertinente es clasificar a sus miembros según su mayor o menor deferencia con el legislador. Por lo demás, no han sido extraños los “desmarques” de los ministros asociados a un determinado sector político: Hernán Vodanovic en “Ingreso ético familiar”, Jorge Correa Sutil en “Transantiago”, o Mario Fernández en “Píldora del día después”. Nada impide debatir sobre las atribuciones del TC. Sí parece infundado, en cambio, sugerir su eliminación, más todavía cuando ello se basa en la molestia con un fallo puntual. Quienes denuncian la politización del TC sólo parecen dispuestos a aceptar un tribunal afín a sus propios objetivos político­partidistas. Vaya paradoja.

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