Columna publicada en El Líbero, 17.05.2016

El énfasis exclusivo en la agenda corta anti delincuencia, la cual no pareciera sostenerse en una política de largo plazo que aborde las causas profundas de este grave problema social, da cuenta de las prioridades y objetivos que hoy predominan en nuestra legislación y políticas públicas. Las medidas apuntan mayoritariamente al aumento de las facultades de las policías, el endurecimiento de las penas y la restricción de la libertad condicional, en lugar de centrarse, en primer término, en aquellos antecedentes que están detrás del aumento de la delincuencia en Chile. Pierden así fuerza las medidas relativas a la reinserción social de los condenados y su rehabilitación, y también la prevención temprana del delito.

En definitiva, queremos que quienes incurren en conductas delictuales carguen con todo el rigor de la ley y el castigo —que obviamente tienen que existir—, pero sin detenernos a considerar la responsabilidad que como sociedad también tenemos en este sentido. Desde luego, no se trata de negar la responsabilidad individual, pero al parecer no somos conscientes que detrás del aumento de la delincuencia hay un gravísimo problema de desintegración social, que se traduce en que algunos individuos —u ocasionalmente grupos completos— resulten apartados de la vida común, con consecuencias altamente problemáticas de inestabilidad social. La sociología, a partir de Durkheim, ha denominado esto como “anomia”. Las causas son múltiples y complejas; sin embargo, en general, se puede explicar por la tensión conflictiva que resulta cuando la estructura social dificulta a las personas acceder a los medios legítimos que les permitan alcanzar los fines que se han propuesto. En ese escenario, tiende a crecer la presión de usar medios ilegítimos, como la violencia, que faciliten el acceso efectivo a esos recursos y fines que les quedan vedados. De ahí que, en condiciones de desintegración social, las conductas anómicas broten con mayor frecuencia.

En el caso de Chile, donde existen estructuras altamente desiguales en ingresos y oportunidades, no es de extrañar que haya un aumento en la delincuencia. La dislocación social producida por la disparidad de las condiciones de vida de los ciudadanos chilenos, en que las minorías privilegiadas pasan a llevar vidas completamente ajenas de las que desarrollan los más pobres y vulnerables, conduce inevitablemente al desacoplamiento de los intereses de ambos grupos, dejando a los últimos en una difícil situación de marginalidad.

En el libro Los invisibles, recientemente publicado por el Instituto de Estudios de la Sociedad, la experta en criminología, Pilar Larroulet, analiza los datos disponibles que caracterizan a la población que hoy cumple condena carcelaria, y que dan cuenta de la situación de extrema vulnerabilidad en que viven estas personas; vulnerabilidad que muchas veces antecede ­—y aunque no justifica, quizás explica— el involucramiento delictual posterior. Detrás de la gran mayoría de los casos de quienes están en prisión, se evidencia lo que la autora denomina como “concentración de desventajas” desde los primeros años de infancia. Más del 80% de los encarcelados no tienen educación escolar completa; 40% de quienes trabajaban tiempo completo antes de cometer el delito ganaba menos de 200 mil pesos mensuales; una alta prevalencia de consumo de drogas, 11 veces mayor que la de la población general; a lo que se añaden altos índices de abandono parental, disolución familiar, abuso en el hogar, entre otros.

La solución que ofrece el sistema penal chileno a esa realidad, parece ser, por desgracia, peor que la enfermedad. La permanencia en la cárcel, que en la actualidad se da en condiciones de extrema precariedad —tanto para los privados de libertad como para quienes trabajan en ellas—, genera enormes costos para los presos y todos aquellos vinculados a ellos, quienes deben sufrir “castigos invisibles” como señala Larroulet, los que exceden la sentencia impuesta: su condena implica una enorme reducción de sus perspectivas laborales, desintegración de sus redes familiares, pérdida de derechos civiles, problemas de salud, repercusiones en la vida de sus hijos y sus comunidades. Es decir, se acumulan las desventajas a las ya existentes. Esto termina por afectar, de paso, a la sociedad toda: basta reparar en los altos índices de reincidencia. No parece extraño entonces que la delincuencia aumente: las cárceles son una escuela del crimen, más que un lugar de reinserción y capacitación (sólo un 2% de los recursos carcelarios están destinados a este ámbito).

Ante este escenario, pareciera necesario exigir a la agenda pública llevada adelante por la clase política, tanto una revisión —y reflexión— sobre los supuestos que explican la delincuencia en Chile, así como la elaboración de una política pública capaz de responder a la complejidad del asunto. La agenda corta revela más el esfuerzo por responder a encuestas que reclaman altos índices de inseguridad en la ciudadanía, que por articular un programa sostenible de largo plazo para reducir tan grave problema social, donde aquellos que cometen los crímenes se transforman de victimarios en víctimas.

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