Columna publicada en El Líbero, 19.04.2016

Es necesario que una niña de 11 años —Lisette— muera intoxicada con fármacos, para que recordemos la gravedad de la situación de los niños que viven al cuidado del SENAME. El 2014 se publicó el Informe de la comisión investigadora de la Cámara de Diputados sobre esta institución, y el diagnóstico es tan lapidario como dramático. La situación en que viven miles de niños en nuestro país —según los testimonios que ahí se presentan— es simplemente inhumana. Básicamente, hacinamiento, pésimas condiciones de higiene, escasez de elementos básicos como camas, ropa, alimentos y falta de atención médica. Peor aún, numerosos casos de maltrato físico y psicológico, y abuso sexual por parte de funcionarios de los establecimientos, o incluso por parte de los mismos niños que ahí residen.

Pero el informe no se queda allí, e intenta explicar los motivos de esta dramática realidad. Entre otros, se señala la falta de coordinación entre el Estado y las organizaciones de la sociedad civil dedicadas a la infancia; escasez de personal calificado; y graves problemas presupuestarios (el dinero no alcanza a cubrir ni la mitad de las necesidades de los casi 10 mil niños que viven en las 294 residencias establecidas a lo largo de Chile). Pero, sobre todo, se advierte una excesiva tendencia a derivar a los menores a las residencias institucionales, que no cuentan con la capacidad técnica para acogerlos, lo que obviamente hace más difícil una adecuada atención.

Esto último resulta particularmente grave. Los especialistas señalan que la institucionalización de los niños debería ser el último recurso, al que se acude después de haber descartado todas las otras instancias posibles. Está comprobado que la permanencia en esta clase de residencias tiene graves efectos en la salud y en el desarrollo físico y cognitivo de los niños, sobre todo en los menores de 3 años, que bien pueden ser irreparables. Asimismo, las cifras señalan que la violencia en las instituciones es 6 veces más frecuente que, por ejemplo, en los hogares de acogida —familias que los acogen temporalmente—, a los que inexplicablemente se recurre muy poco. Se añade a esto el desarraigo que sufren los niños al ser alejados de su familia biológica. Esto se agrava si los hermanos son separados por razones de edad o sexo, y puestos en hogares distintos, muchas veces a cientos de kilómetros de distancia. Ello impide, además, que pueda hacerse un trabajo fructífero con la familia para intentar resolver la situación.

Lo alarmante es que gran parte de los casos de separación entre menores y sus familias se deben a la condición de pobreza en que éstas se encuentran. En lugar de apoyar a sus padres para que puedan ejercer el papel protector que les corresponde, se opta por ingresarlos al sistema de residencias, con las nefastas consecuencias que veíamos. Es indispensable, entonces, revisar las causas reales de ingreso: como señala el informe, muchas veces se abusa de la palabra “negligencia”, que resulta extremadamente ambigua y sus efectos son extremadamente graves. Dicho de otra manera, el remedio impuesto parece bastante peor que la enfermedad. Así también, en aquellos casos en que la separación esté justificada, es preciso que el tiempo de permanencia sea el menor posible. Por un lado, regularizando la situación de la familia, a través de un trabajo eficaz con ella, que hoy día no se realiza y, por otro, agilizando los trámites de adopción que actualmente son innecesariamente lentos y complicados —y no por falta de familias que quieran acogerlos, como algunos piensan—.

La solución, una vez más, pasa por el fortalecimiento y la protección de las familias y demás agrupaciones de la sociedad civil. Debemos proveer de ayuda material, realizar campañas de prevención y mediación, incentivar una paternidad responsable, entre otros, para evitar la vulneración de los derechos de estos niños, y su consecuente ingreso a este tipo de instituciones. Desde luego, todo esto supone un cambio de énfasis en nuestras prioridades políticas. Nuestra atención debe dirigirse a los más necesitados, aunque su voz sea inaudible en la plaza pública, en este caso los niños en situación de precariedad. Hacer ver esta realidad es el propósito del libro colectivo Los invisiblesPorqué la pobreza y la exclusión social dejaron de ser prioridad, que el IES lanzará el 5 de mayo próximo.

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