Columna publicada en La Tercera, 06.04.2016

Hay que  ir al GAM a ver “Happy End”, el musical de Bertolt Brecht y Kurt Weil. También valdrá la pena ir a ver “Auge y caída de la ciudad de Mahagonny” al Municipal. En ambas obras la crítica de Brecht apunta a la vulgaridad de un mundo dominado por el capital donde todo se vuelve simulacro y obligación de gozar. Una realidad donde ni la fe, ni el mal, ni el amor son más que máscaras absurdas del dinero.

Sí, Brecht era comunista. Y sí, la miseria de los regímenes socialistas donde un aparato burocrático corrupto ejerce un poder sin contrapeso es todavía peor, como nos mostró “La vida de los otros”. Pero ese no es el punto. El punto es la capacidad que tiene el poder sin control para volver indecente y banal la existencia humana. Y de eso sí sabemos.  

La gran crisis del 2008 no ha terminado. Quizás haya cierta recuperación económica, pero la crisis política sigue, porque lo que ha venido quedando al desnudo desde ese año es la mecánica misma del poder mundial. A veces los chilenos, por estar sumergidos en los ires y venires de la angosta franja, nos olvidamos de que la crisis de legitimidad es hoy global. Bien lo expone Moisés Naím en su libro “El fin del poder”.

¿Qué va quedando al descubierto? La respuesta es algo así como “la gozadera”. El exceso de un mundo sostenido sobre una orgía de consumo, desperdicio y endeudamiento. Una gran fiesta donde nadie es responsable de nada, y donde los ricos y los poderosos viven a escala planetaria, fluyendo con el capital, mientras que el resto está atado al suelo (Panama Papers nos lo confirmó: el Caribe no somos tú y yo). Un mundo donde el acceso a lo fundamental está precarizado, a cambio de un acceso ilimitado a lo prescindible. Una realidad que engendra una sensación cuyo nombre conocemos: abuso. Y es la lucha contra el abuso aquello que legitimaría de nuevo a la política y la economía. Pero nadie parece todavía entender muy bien de qué se trataría esa lucha, porque el concepto de abuso es complejo: no es la condena de tal o cual cosa per se, sino de un exceso, de un ir demasiado lejos.

En Chile la izquierda pensó que la lucha se trataba de hacer crecer al Estado (como si la experiencia cotidiana del Estado no fuera abusiva). Mal les ha ido. La derecha, en cambio, no entendió nada. Y nada ha obtenido. Y es que una demanda por “decencia” en el uso del poder es tan difícil de procesar como lo es definir ese concepto.

¿Cómo sería un Chile decente? Es algo que vale la pena imaginar. La popular serie “Los Ochenta” sirve para darle una vuelta: un país decente es uno donde no pisotean a las personas honestas, como Juan Herrera. Es uno donde el poder es respetado porque es respetable, y no por miedo. Es uno donde la muerte de un artista como Ricardo Larraín o la enfermedad de un pensador como Pedro Morandé no dan lo mismo. Es un país donde a los niños les enseñan a leer y a escribir, en vez de volverlos adictos al azúcar, al mall y a la tontera. Es, me parece, un país donde no todos se creen dignos de hacer lo que quieran, sino que creen tener el deber de hacer lo que es digno.

Ver columna en La Tercera