Columna publicada en La Tercera, 27.04.2016

Si acaso es cierto, como repetía una y otra vez Maquiavelo, que la virtud propia del político es la reinvención, puede decirse que Patricio Aylwin supo practicarla en grado eminente. Su trayectoria es compleja y, de hecho, no hay un modo unívoco de resumir su vida política. Aylwin fue sucesivamente la bestia negra de la derecha en los años ’60 (a partir de la célebre ley que lleva su nombre), y luego de la izquierda por su actitud frente a Salvador Allende (quizás su mayor adversario histórico). A su manera, apoyó el Golpe, esperando que la Junta hiciera un breve gobierno de administración y, al ver que la historia sería distinta, pasó a la oposición. Con independencia de los matices, este itinerario guarda bastante coherencia con el de su partido, que inició en los `60 un proceso que no supo gobernar. Después de todo, y como el mismo Aylwin lo admitía, la tragedia de 1973 fue también el fracaso de toda una generación.

En ese instante, Aylwin parece haber forjado una inquietud que, a la larga, habría de convertirse en algo más. El hombre no se contentó con el fervor generado por las protestas de los años ’80, y comprendió que, más allá de la épica involucrada, la estrategia no tenía destino. A Pinochet, dijo, se le gana en su propia cancha. En un momento lírico, Aylwin prefirió ser lúcido, frío y pragmático. La política consiste ante todo en una correcta composición de lugar, y Aylwin hizo la lectura correcta en un momento muy caliente, y consiguió así una ventaja irremontable para quienes quisieron amagarlo.

Hubo en aquella decisión un acto de auténtica creación política. Contra la opinión de tantos, contra su historia y contra sí mismo, Aylwin mostró un camino pacífico para volver a la democracia, un camino capaz de superar la negación tan propia de la conducta mimética. Tejió redes, construyó confianzas y, con paciencia, fue labrando un sendero que es un poco el de nuestras vidas. Desde luego, el trayecto ha tenido sus miserias y contrariedades, pero nuestro hombre ya había aprendido (dolorosamente) que la sed de pureza no se aviene bien con la política. El demócrata, decía Camus, se caracteriza por la humildad intelectual: al admitir la existencia del otro, Aylwin rompió el nudo gordiano de nuestra tragedia, liberándose del registro polémico. De algún modo, la deuda quedó saldada.

La fuerza de su convicción quedó de manifiesto en su célebre discurso del 12 de marzo de 1990 cuando, en medio de una enorme pifiadera, llamó a la reconciliación y a la unidad nacional entre civiles y militares. Hemos olvidado el coraje contenido en ese gesto, al punto de que ni siquiera el Museo de la Memoria lo conserva (y sí expone, en cambio, otros pasajes del mismo discurso). Esto no tiene nada de casual: la lógica de la reacción y de los enemigos se ha ido apoderando de nuestro espacio público, sin que sepamos muy bien cómo salir del atasco. No obstante, el gesto de Aylwin sigue allí, disponible para quien quiera inspirarse en él: aún es posible volver a dibujar nuestro escenario admitiendo la existencia del otro, por más que el Museo de la Memoria quiera que lo olvidemos.

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