Columna publicada en El Líbero, 26.04.2016

La muerte de Patricio Aylwin ha generado un renovado interés sobre el primer gobierno de la transición. Considerando que casi toda la clase política está con el fango hasta el cuello, la administración del fallecido ex Presidente posee una carga épica que no solo entusiasma, sino que parece limpiar el recuerdo de nuestros hombres públicos. Por un lado, no faltan las voces laudatorias que rememoran su habilidad para moverse en un campo minado; por otro, están los detractores que lo apuntan con el dedo, pues sería el mayor responsable de la consolidación del modelo de mercado que nos tiene con tanta bronca (¿habían muchas otras alternativas?). Sin querer detenerme en todo esto ―ya habrá tiempo para esa tarea―, me gustaría analizar uno de los fracasos políticos de Aylwin, que bien refleja una de las dificultades de su mandato: su intento, en agosto de 1993, de promover una ley que agilizara y solucionara algunos de los problemas pendientes en el ámbito de los derechos humanos.

A pocos meses del boinazo, Patricio Aylwin quiso mostrar una salida a los conflictos irresueltos en esta materia. Si bien ya había logrado un avance gigantesco con la instauración de la Comisión Rettig y la posterior publicación de su informe, aún quedaba mucho por hacer. Por ende, luego de múltiples conversaciones con políticos oficialistas y de oposición ―e incluso con Pinochet― hizo el anuncio los primeros días de agosto de 1993. Junto con agilizar los procesos judiciales, su propuesta permitía mantener en secreto los testimonios de quienes otorgaran información adicional en casos cuya resolución aún estaba pendiente. Aylwin buscaba, sobre todo, recabar información que permitiera conocer el paradero de los desaparecidos. Aunque parte de la opinión pública miró con buenos ojos dicho proyecto (el secreto había sido fundamental en otras transiciones contemporáneas), hubo dos grupos que reaccionaron indignados. Las asociaciones de familiares de detenidos desaparecidos y de derechos humanos, por un lado, vieron en la propuesta una amnistía disfrazada. El secreto, se dijo, serviría para mantener la impunidad de los criminales. Se organizaron manifestaciones y huelgas de hambre, y Hortensia Bussi, compartiendo el histórico sufrimiento de aquellos colectivos, les dijo: “Ustedes son el dolor de Chile”. El ejército, por otra parte, acusó recibo de lo que consideró un ataque a su historia: para un cuerpo armado siempre vencedor, jamás vencido, aceptar los crímenes de la dictadura era traicionar su versión de los hechos. Ellos habían gestado una segunda independencia, liberando a Chile de las garras del marxismo, y era injusto centrarse en aquello que en esos años se llamaba pudorosamente “excesos”.

En esos fríos días de agosto de 1993 la discusión parlamentaria acaloró los ánimos. La Concertación, cuyo itinerario había sido conducido con liderazgo por Aylwin y sus ministros, dejó ver profundas grietas internas: mientras la mayoría de la DC se alineaba con el Presidente y aprobaba la fórmula, partes importantes del PPD y del PS se resistían a apoyar el proyecto presidencial. La discusión de la propuesta se diluyó entre conversaciones y negociaciones, y el proyecto terminó relegado a un oscuro rincón. El gobierno, tan exitoso en múltiples materias, mostró que la reparación de las violaciones a los derechos humanos sería un hueso muy duro de roer. Como ha dicho Francisco Javier Urbina, en Chile a fin de cuentas no hubo un consenso capaz de llevar a buen puerto la reconciliación en el plano político; por tanto, dicha tarea recayó en sede judicial. No es seguro que aquella haya sido la mejor solución. Si era necesario en el proceso de buscar la justicia saber el destino de los detenidos desaparecidos, está claro que la tarea no se logró. El desafío exigía una delicadeza y un cuidado imposibles de mantener cuando se buscan culpas concretas (que es lo propio de la judicatura): el reencuentro de una sociedad exige una actitud donde los antiguos adversarios puedan encontrarse y que plantee algún sentido de futuro compartido, cuestión para la que, por naturaleza, los tribunales son incompetentes. En ese sentido, no debiera sorprendernos que los deseos de reconciliación del ex Presidente jamás alcanzarían un buen puerto en el plano político.

Con la muerte de Patricio Aylwin se ha recordado, para algunos con realismo, y para otros con rabia, ese deseo de “justicia en la medida de lo posible”. Su cautela no fue suficiente para convocar en una misma mesa a todos los actores del proceso. Si bien al fin de los noventa se logró convocar en la Mesa de Diálogo al ejército y a los familiares de las víctimas, en el ámbito de derechos humanos hace falta un marco político compartido más allá de la indispensable condena frente a las brutalidades ocurridas en dictadura. Esta última es fundamental, pero, a largo plazo, resulta insuficiente quedarnos solo en eso. Tal como ha mencionado Joaquín Fermandois, al mirar nuestro pasado reciente somos presa de una enorme extrañeza. Quizás la figura de Aylwin nos entusiasme a mirar el período con más atención y, así, sacar lecciones de aquel episodio.

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