Columna publicada en Pulso, 29.03.2016

Los cubanos vivieron días históricos la semana recién pasada. No solo experimentaron la novedad de un concierto de talla mundial, sino que recibieron con alta expectación la visita de Barack Obama. Esperan que, a diferencia de otros amagues de apertura política, dichas visitas signifiquen una traducción real de respeto a los derechos y libertades fundamentales por parte del régimen comunista que gobierna la isla desde la revolución de 1959. Después de más de cinco décadas de una particular guerra fría entre los regímenes estadounidense y cubano, esta puede ser una enorme oportunidad para que el pueblo caribeño experimente mayores aperturas civiles y democráticas.

El desafío principal radica en hacer valer los derechos humanos. Estos han sido escasamente protegidos en la tierra de Martí desde mucho antes de la asunción de Fidel Castro y sus guerrilleros de verde olivo. Víctima de continuas represiones, populismos y dictaduras, el pueblo cubano ha visto cómo sus capacidades productivas y sus fecundos recursos naturales han sido cooptados, antes, por empresas extranjeras y, en el último medio siglo, por una dictadura que ha acumulado el poder hasta límites insospechados. Este proceso ha sido impuesto por medio de un férreo control del aparato productivo, cultural, educacional, informativo y policial, donde los derechos de las personas quedan supeditados a la voluntad del burócrata de turno. Quizá hoy no existan los temidos tribunales revolucionarios de los primeros días del castrismo (órganos que simulaban entregar justicia y servían a muchos para venganzas personales), pero sí se tiene una sociedad civil amedrentada por las detenciones arbitrarias y la ausencia de canales pacíficos de expresión de las disidencias.

Asimismo, la política cubana deberá enfrentar tanto un problema económico como un desafío propiamente político. Luego del desplome de la Unión Soviética, cuando todos creían que la ausencia del subsidio ruso aceleraría la caída de Fidel -las cifras de la crisis económica durante los años noventa hacían creer que así sería, y el título del libro de Andrés Oppenheimer de aquellos días es elocuente: “La hora final de Castro”-, hubo algo de apertura por parte del régimen. De ese modo, se permitieron tímidos emprendimientos y se liberalizaron algunas condiciones comerciales. Pero no significó un abrazo al capitalismo, sino una posibilidad de hacer tiempo mientras esperaron al nuevo mecenas: el régimen venezolano, comandado por el difunto Hugo Chávez, destinó enormes subsidios en petróleo y divisas para mantener encendido el respirador artificial de la revolución más icónica de América Latina.

Las consecuencias económicas (mayores permisos a los microempresarios o a los trabajadores independientes del Estado, además de una continua apertura en áreas sensibles como el turismo) han significado, ciertamente, mayor libertad en el plano laboral y de las transacciones. Sin embargo, las libertades políticas todavía no aparecen en el horizonte. ¿Y qué ha pasado durante los últimos años? La crisis económica de Venezuela y el cambio de mando de Fidel a Raúl, más pragmático que su hermano, ha obligado a encontrar algunas salidas menos fieles a los manuales económicos entregados por la URSS.

Por estos días, cuando medio siglo de embargo económico estadounidense pareciera no haber logrado derribar el bastión comunista del Caribe, el plano político cobra especial relevancia. En esta dimensión, el acercamiento de Estados Unidos puede constituir un paso muy importante. Durante años, la política cubana ha defendido su radical postura anticapitalista como una oposición al imperio yanqui. Sin embargo, con el actual acercamiento diplomático, la retórica dialéctica y de enemistad bipolar propiciada por los Castro parece tener los días contados. Con sus nuevos socios, el régimen cubano está obligado a disminuir la agresividad de sus discursos, y deberá buscar cierta convergencia con el sistema democrático liberal de sus vecinos del norte. Quién sabe si, en ese proceso, el pueblo cubano encontrará espacios de deliberación y ejercicio de ciertas libertades políticas.

El resto de los países latinoamericanos, que durante años han mirado con algo de benevolencia el mito de la dictadura cubana, tiene una oportunidad idónea para comprometerse con una cultura democrática robusta, donde se respeten el Estado de derecho y la dignidad de las personas. De la mano con los hechos que, en Argentina, Brasil o Bolivia, han detenido los avances populistas o corruptos de sus propios gobiernos, el resto del continente puede dejar de relativizar los crímenes de una dictadura que ha mermado enormemente la libertad de su pueblo.

Latinoamérica tiene una enorme oportunidad para defender los derechos humanos sin relativismos: no bastará esgrimir razones educacionales o económicas para explicar la injustificable permanencia de un Estado policial y represivo. En este nuevo escenario, el pueblo cubano podrá dejar de creer en discursos redentores que prometan el paraíso en la tierra, y podrá trabajar sin odios ni terrores por un desarrollo real, sin buscar utopías demasiado caras a su historia.

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