Columna publicada en La Tercera, 23.03.2016

El poder político es antes que todo, legitimidad. Y la legitimidad siempre tiene que ver con la representación de algo, que suele ser aquello que es considerado sagrado y consignado de tal manera en los mitos fundacionales de cada grupo humano. Esto opera, por supuesto, en distintos niveles. Hay mitos nacionales, mitos locales y hasta mitos organizacionales. También hay un amplio margen de variación en la interpretación de los mismos mitos y en la comprensión de lo sagrado. Pero lo que siempre es cierto es que quien se encuentra en una posición de autoridad se legitima en la medida en que logra remitir su poder a las fuentes sagradas del orden.

Las sociedades donde el poder se encuentra más equilibrado suelen contar con diversas fuentes de legitimidad. Esto permite dispersar el poder y ampliar la competencia por él, además de generar el pluralismo necesario para la existencia del debate y los espacios públicos. En cambio,en aquellos lugares donde se supone que el poder solo puede emanar de una fuente (dios, la voluntad popular, la ciencia, el Partido o lo que sea), éste tiende a concentrarse. Y el poder muy concentrado suele manifestarse de formas bastante parecidas, independiente de la fuente de legitimación a la que apele.

La dispersion del poder también tiene que ver con la diferenciación funcional: en contextos donde el sistema económico se ha diferenciado del sistema político, y éste, a su vez, se ha diferenciado del sistema religioso, resulta más difícil saltar de un código a otro. Toda esta diferenciación y pluralismo, sumada además a la consolidación de esferas de opinión y comunicación públicas, hacen más difícil reunir y ejercer la autoridad, al tiempo que hacen más fácil perderla.

Las crisis de legitimidad (o de confianza) pueden nacer de un cortocircuito entre quien pretende representar algo y aquello que pretende ser representado. En otros casos pueden venir de una devaluación de la sacralidad de aquello representado, producto de cambios culturales de origen diverso. Y finalmente, puede provenir también de una crisis de diferenciación, generalmente vinculada a escándalos de corrupción.

La crisis de legitimidad que se vive en Chile hoy en día incluye estas tres dimensiones. Rechazamos a nuestros políticos y a nuestros empresarios porque no parecen capaces de procesar los problemas puestos en sus manos. Algunas fuentes alternativas de autoridad han ido perdiendo terreno (como la Iglesia Católica o el conocimiento técnico) y, finalmente, da la impresión de que hay muchas relaciones impropias entre el sistema político y el económico. 

Esta es la situación ideal para los simplificadores: aquellos que nos prometen explicar y arreglar todo de un plumazo. Sin embargo, la crisis que vivimos nos amenaza no porque el poder haya llegado a ser muy complejo, sino excesivamente simple: no está a la altura de la complejidad de sus desafíos. Vivimos, entonces, una crisis de simplificación. Y la pregunta es si queremos enfrentarla mediante reformas reflexivas o mediante hechizos rápidos ofrecidos por chamanes dudosos.

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