Columna publicada en El Líbero, 08.03.2016

En su última columna dominical, Carlos Peña insiste y profundiza en una de las polémicas del verano: prohibir el aborto, en su opinión, implica confundir “el derecho a la vida de cada individuo con la obligación de los demás de sostenerla”. El (dramático) caso de una mujer violada reflejaría esto de modo patente, pues “de la circunstancia que el nasciturusconcebido a la fuerza sea una vida humana, no se sigue que la mujer agredida deba ser obligada a sostenerla”. En consecuencia, “aun siendo bueno que una mujer violada decidiera mantener el embarazo […] no sería razonable exigirlo mediante la fuerza estatal”. Para reforzar su argumento, Peña recurre a un conocido experimento mental, ideado por Judith Jarvis Thompson: un hombre durmiendo, cuyo riñón es conectado ―sin su consentimiento― a un enfermo que necesita un donante. El rector y columnista, finalmente, alude a la injusta asociación entre el sexo y papeles sociales (género): si rechazamos la desigualdad de género, ¿cómo no aprobar el proyecto de aborto?

Veamos.

Desde luego, el argumento de Peña es sofisticado, y tiene más de un punto. Por ejemplo, la insuficiencia del lenguaje de los derechos a la hora de discutir estos asuntos (basta pensar el diálogo de sordos al que da pie la retórica del “derecho a la vida” vs. el “derecho a elegir”). Por supuesto es factible hablar de derechos, y ciertamente debe defenderse ―si precisamos qué queremos decir en concreto― el derecho a la vida de todos los seres humanos. El punto es que es necesario aclarar (especificar) en qué contextos y con qué propósitos hablamos de derechos. Lo interesante, empero, es que al criticar a Thompson (el ejemplo en que se apoya Peña), John Finnis advierte precisamente el mismo problema. Y tal como nota Finnis, ninguno de los argumentos a favor o en contra del aborto necesita ser expresado en términos de derechos. Es probable que Peña esté al tanto de todo esto, y probablemente por eso no basa su argumentación en el bullado “derecho a elegir”.

Sólo hasta ahí, no obstante, podemos coincidir con Peña. Aclaremos. Sin duda el rector-columnista acierta al decir que no estamos obligados a sostener de igual manera la vida de los demás. Pero, ¿es esa la razón para prohibir el aborto? ¿Acaso su rechazo se funda en un supuesto deber de sustentar la vida ajena? Thompson, y al parecer Peña, asumen  que tras el rechazo al aborto se encuentra o bien un razonamiento de ese tipo, o bien la defensa de alguna responsabilidad especial para con el niño que está por nacer. Sin embargo, ello no es así. Resumiendo, el argumento es más bien el siguiente: la vida social ―la dignidad de cada ser humano― impone algunos deberes corrientes, comunes a todos los individuos, y tras la prohibición del aborto subyace uno de esos deberes: no quitar directa y deliberadamente la vida a otro miembro de nuestra especie.

Refutar este deber es la tarea de quien persigue defender desde una óptica racional alguna clase de aborto. Por eso la analogía de Peña es equívoca. Si se quiere utilizar sus términos, abortar a alguien es muy distinto a que “Pedro” rehúse sostener la vida de “Juan y Diego”. Por idénticas razones el ejemplo de Thompson, como explica Finnis, es erróneo. En el aborto no sólo se está dejando de ayudar, sino que se está dañando (matando); en el caso hipotético se asume que no hay espectadores, en el aborto típicamente intervienen terceros (los que abortan); el niño que está por nacer, en fin, no ha incumplido ningún deber (¿habrá que decirlo?) al estar en el seno materno, a diferencia del ejemplo de Thompson, en que se comete una patente injusticia. ¿Es razonable la comparación?

Es importante reparar en todo esto. Si el rechazo al aborto deriva, primariamente, de una exigencia básica de justica común a todos los seres humanos, la argumentación de Peña no sólo equipara dos cosas distintas (como si matar directamente a otro fuera lo mismo que no sostener la vida ajena). Además, asume una discriminación respecto de la mujer (o un privilegio respecto del nasciturus) donde no hay, en rigor, más que una aplicación a ella ―y a los facultativos que eventualmente intervengan en un aborto― de un deber de justicia común a todas las personas. Sin duda, las mujeres son las principales (y no pocas veces las únicas) afectadas por las realidades que subyacen a un aborto, y por eso es imprescindible avanzar en el apoyo al embarazo vulnerable ―cuestión que, paradójicamente, sólo es levantada con fuerza por los opositores al proyecto de aborto―. Es plausible, asimismo, proponer una eximente de responsabilidad penal adecuada a casos límites (aunque la legislación actual se hace cargo de ellos). Y, desde luego, la madre tiene derecho a no ser privada de su vida. Pero, en la medida que se trata de un ser humano (cuestión que Peña no discute) el niño también tiene el mismo derecho, independiente de cómo haya sido concebido.

Por eso, aunque la relación entre sexo y género es más compleja que lo que Peña da a entender en su columna (entre la plena identificación de sexo y género, y la radical desvinculación de ambas categorías, existe un amplio campo intermedio: el género puede ser comprendido como la expresión cultural de lo masculino y femenino, desde luego variable según las circunstancias, pero no del todo desvinculado a la condición de hombre y mujer); en un día como hoy es pertinente recordar la igual dignidad de hombres y mujeres. Precisamente porque todos somos iguales, es que nadie tiene derecho a quitar directamente la vida a otro miembro inocente de nuestra especie.

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