Columna publicada en La Tercera, 17.02.2016

De un tiempo a esta parte, ha ido ganando terreno en Chile una extraña idea, según la cual la solución a nuestros problemas pasaría por la instauración de nuevas burocracias estatales. Así, cada sector del país que se siente desatendido o postergado aspira a contar con su propia repartición.

Los mejores ejemplos de esta tendencia (pero no los únicos) son la multiplicación de carteras ministeriales y de nuevas regiones. Todos quieren “su” ministerio; y cualquier ciudad que se precie de tal pretende convertirse en capital regional. Nuestros políticos, generosos, no trepidan en alimentar estas expectativas, creyendo así escuchar las necesidades de la gente, y acercar la política a los ciudadanos (además de tejer sus propias redes clientelares). Todos felices, todos contentos.

 No obstante, antes de seguir avanzando por este camino, deberíamos abordar en serio algunas de sus dificultades. Por de pronto, subyace aquí la idea de que el Estado tiene un poder un poco demiúrgico, casi como si la existencia de cada actividad exigiera su correspondiente burócrata. Sin embargo, no podemos olvidar que el Estado es limitado, cuando no torpe, en su modo de intervenir la realidad social. Desde luego, en muchas ocasiones su intervención es indispensable y necesaria, pero su radio de acción no puede ser exhaustivo. De hecho, su estructura demasiado pesada bien puede ahogar la vitalidad propia de la sociedad civil, porque -guste o no- tiende a competir con ella. Sin duda estamos lejos del Estado tutelar que gobierna hasta los mínimos detalles del que habla Tocqueville, pero no hace falta llegar al despotismo para advertir los riesgos de una burocracia que acumula mucho poder frente a una ciudadanía poco organizada. En rigor, el crecimiento y multiplicación de los tentáculos del Estado no es una buena noticia. 

Por lo demás, esto guarda estrecha relación con nuestras dificultades actuales. A estas alturas, uno puede suponer que hay cierto consenso en torno a las complicaciones implicadas en nuestro presidencialismo exacerbado. No es sano que el primer mandatario concentre tantas facultades, y tenga pocos contrapesos. Pues bien, la proliferación de ministerios y regiones terminará acentuando la concentración del poder. Uno puede preguntarse si en verdad nuestra presidencia necesita más de veinte ministerios, y otras tantas regiones: ¿quién tendrá suficiente espalda y peso para permitir algo de equilibrio? ¿Necesitamos de verdad atomizar todo aquello que esté debajo del primer mandatario, cuando ya sabemos que el Congreso tiene pocas facultades, que las regiones tienen cada vez menos poder de influencia, y que los ministros apenas encuentran su lugar en el mundo?

Naturalmente, poner sobre la mesa estas preguntas implica que no podemos responder a las demandas por más ministerios y regiones en atención a cuestiones puntuales, sino que debemos reflexionar sobre nuestro régimen político y territorial. De lo contrario, queriendo acercar el poder a las personas, podríamos terminar acentuando la distancia, creando un centro cada vez más omnipotente y seguro de sí mismo. Algo así como un nuevo despotismo ilustrado. Vaya paradoja.

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