Columna publicada en La Tercera, 03.02.2016

Todavía hay signos vitales, y también reacciones de defensa. Quizás así deba leerse la apasionada reivindicación de la actividad política que hiciera Pablo Longueira, tras revelarse su intercambio de correos con Patricio Contesse, a la sazón gerente de Soquimich. Desde luego, no se trata solo de Longueira: a través de él, toda la clase política tradicional está realizando uno de sus últimos (y desesperados) intentos por sobrevivir. No hay otro modo de explicar el cerrado apoyo a su intervención: desde Juan Pablo Letelier hasta Jorge Pizarro, todo el establishment salió en bloque a respaldar al líder gremialista.

En todo caso, esta unanimidad no debería extrañarnos. Después de todo, quienes defienden a Longueira, están defendiendo la trayectoria de toda una generación que ha conducido al país en los últimos decenios, y que asiste perpleja a su propio desplome. Sienten que algo se les escapó, pero no saben qué es ni cómo recuperarlo; perciben vagamente que el país cambió, pero quisieran detener el tiempo, y seguir utilizando las mismas recetas del pasado. Sin embargo, sus teclas dejaron de funcionar, y sus códigos se volvieron añejos: bien decía Maquiavelo que los políticos que no se adaptan a la Fortuna está condenados al fracaso.

Como fuere, el hecho es que el país ya no les cree, ni parece dispuesto siquiera a honrar los servicios rendidos. No se trata de caer en un puritanismo hipócrita, ni tampoco de abogar por una renovación sin fondo ni contenido. Con todo, es innegable que aquella generación que -por intermedio de Pablo Longueira- clama hoy por respeto y comprensión, cometió un error garrafal al no saber medir el estado de la opinión. Se sentían seguros de sí mismos, de lo obrado y de sus merecimientos: a sus ojos, la patria estaba en deuda eterna con ellos. Por lo mismo, al conocerse los primeros casos de financiamiento irregular de la política, no tuvieron idea más brillante que la de negarlo todo, en bloque: aquí no ha pasado nada, aquí nadie ha visto nada. Los almuerzos no son almuerzos, las boletas de familiares son legítimos servicios profesionales, las reuniones son solo sociales, y así. Cayeron en la trampa políticos eximios (como el mismo Longueira), los desafiantes (como ME-O y Velasco), la Presidenta (“me enteré por la prensa”), y Sebastián Piñera (que nunca ha dicho una palabra sobre las triangulaciones de dinero en su campaña).

Sobra decir que el sapo era demasiado grande. Ante la evidencia, hubiese sido más aconsejable admitir los errores, reconocer las zonas oscuras y, desde allí, intentar reconstruir alguna legitimidad. Prefirieron no hacerlo, y ahora se quejan de las consecuencias de su propia decisión, reivindicando la dignidad de la política con palabras grandilocuentes, olvidando que -al poner tanta distancia entre su palabra y su acción- se sepultaron a sí mismos. A fin de cuentas, Iván Moreira fue el único que comprendió la situación e intentó fijar, desde el inicio, un estándar un poco (solo un poco) más elevado: no gastaremos en ellos nuestras lágrimas.

Ver columna en La Tercera