Columna publicada en La Tercera, 10.02.2016

Recorriendo el camino del Inca junto a mi polola conocimos a una inglesa y a una croata que trabajaban juntas en la riviera francesa y habían decidido hacer un tour por América del Sur. Su viaje incluyó Perú, Argentina, Brasil y Chile. Así, tuvieron la oportunidad de comparar las distintas experiencias turísticas y evaluarlas teniendo como referencia, además, su propia experiencia laboral. Sobre eso se trató buena parte de nuestra conversación cuando nos reunimos en Santiago.

Los premios, no es sorpresa, se los llevó Cuzco. A pesar de la clara y molesta sobre-explotación de Machu Picchu y el estado primitivo de los derechos del consumidor en Perú, el desarrollo turístico de la zona es enorme, los servicios son buenos, los precios son bajos y la comida es excelente. La industria de la artesanía es variada y de alta calidad y la explotación del patrimonio cultural y natural de la zona es bastante intensa y creativa. Así, los turistas entregan felices su dinero a cambio de una oferta generosa de experiencias.

En cuanto a Chile, resumieron su impresión turística del país en la frase de uno de los guías de la viña que visitaron: “Si tienen cualquier duda, me preguntan”. Es decir, un país que no explota sus bondades y que no desarrolla un relato, donde la cultura parece no tener un sabor especial. Esta impresión, por supuesto, se reforzó en ellas al recorrer el Santiago ofrecido a los turistas y concluir que podría estar ubicado casi en cualquier parte del mundo. Ni hablar de las “ferias artesanales”, idénticas en su mediocridad desde Arica hasta Punta Arenas, rematadas por la visita obligada a esas tiendas de lapizlázuli. 

Ante tal opinión, nosotros tratamos de destacar todo lo bueno que les había faltado por recorrer. Chiloé, Valdivia, San Pedro, Valparaíso, el cajón del Maipo o Puerto Varas (antes de que el nuevo mega-vertedero pudra la ciudad). Pero tuvimos que rendirnos al hecho de que la impresión que ellas se habían formado, aunque acotada, acertaba en describir un país cuyas tradiciones sobrevivían a medio morir saltando bajo la presión de una mentalidad desarrollista que miraba su historia, su paisaje y su propia diversidad con desprecio y desconfianza. Un país que, en el fondo, se había acostumbrado a mirarse sin cariño en el espejo y cuyas elites sueñan con despertar un día en Oslo o Manhattan.

Y, es cierto, uno podría pensar que no se puede comparar turísticamente a Chile con Perú. Que no tuvimos virreinato ni imperio inca. También uno podría pensar que, a pesar de todo, no estamos obligados a desarrollar una industria turística, porque solo nos interesan los viajeros genuinos y no los coleccionistas de experiencias. Pero esas excusas no borrarían la marca de la falta de cariño por lo propio ni el gusto desabrido de nuestro estar en el mundo. Puede ser legítimo -aunque raro- no preocuparse por transmitir a otros el gozo de una cultura. Pero nunca es una buena señal que dicho gozo no exista, y que tengamos que preguntarle al extranjero qué es lo que le parece valioso o interesante de lo nuestro, en vez de mostrárselo con orgullo.

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