Columna publicada en El Líbero, 12.01.2016

Si el gobierno continúa presionando -vía urgencia- a la Comisión de Constitución de la Cámara de Diputados, el proyecto de aborto se votará ahí antes que termine enero. El hecho no sólo viene a confirmar por enésima vez cuán indiferente resulta para La Moneda la opinión de la DC, cuyos dirigentes han pedido postergar la votación en múltiples ocasiones. Lo peor de todo esto es que pone de manifiesto una actitud que difícilmente admite otro calificativo que el de hipócrita, y la principal responsable de ello, mal que nos pese, es la propia Presidenta de la República.

Cuando Michelle Bachelet se refirió al aborto, en su discurso ante el Congreso del 21 de mayo de 2014, no lo hizo desde la perspectiva del “derecho a elegir” o del aborto libre, sino a propósito de una dura crítica a la violencia contra las mujeres. De hecho, en esa oportunidad la Presidenta reconoció expresamente que los abortos marcan a las madres “con una experiencia de dolor y angustia”, llegando incluso a afirmar que “cada aborto en el país es una señal de que como sociedad estamos llegando tarde”. Desde luego las palabras de Bachelet dejaron más dudas que certezas, pero si algo parecía claro era que el gobierno no veía la consagración del aborto como algo deseable, sino más bien como una supuesta solución al (indudable) drama que sufren muchas mujeres en situación de vulnerabilidad.

Tal aproximación, empero, exigía tomarse en serio las innumerables críticas y reparos surgidos (desde los más variados sectores) durante la tramitación del proyecto de ley en cuestión. Entre otros, la indesmentible realidad -repetida hasta el cansancio- de que los protocolos médicos vigentes en Chile permiten a cualquier mujer embarazada recibir los tratamientos y terapias que requiera; los excelentes índices de mortandad materna de nuestro país (sólo superados por Canadá en el ámbito americano); los variados testimonios que muestran cuán falibles y poco certeros son los diagnósticos de “inviabilidad fetal”; la evidencia que desacredita las cifras de abortos clandestinos invocadas por algunos activistas; la falta de beneficios para la mujer derivados del aborto; y, en fin, la semejanza del proyecto con leyes de otros países, como Inglaterra o España, utilizadas a la postre para legitimar hipótesis más permisivas de aborto.

Sin embargo, el gobierno no ha morigerado en lo más mínimo su objetivo de avanzar en el proyecto de aborto. Por cierto, tampoco ha otorgado algún tipo de relevancia o prioridad a una iniciativa transversal que sí busca hacerse cargo de los embarazos vulnerables. A estas alturas, es indudable que aquí hay una agenda pro choice que debe ser cumplida, y poco importa la coherencia.

Con todo, es precisamente en ese punto donde radica la mayor dificultad de cara a los ideales que dice proclamar el gobierno. El diagnóstico que motivó el bullado programa -compartámoslo o no- era inequívoco: nuestro país habría errado el camino al hacer del mercado y el interés individual el motor de la vida social; facilitando, además, el abuso de los “poderosos de siempre”. Pues bien, ¿qué relación con ese diagnóstico puede guardar un proyecto al que la dignidad del más débil le importa un bledo? ¿No se supone que debiéramos restringir el papel del mercado en la medida que conduce a privilegiar la autonomía individual más allá de cualquier otra consideración? ¿Acaso no está incurriendo el gobierno en el mismo tipo de razonamientos y de políticas contra los que la Nueva Mayoría supuestamente lucharía?

Como puede verse, no exageramos cuando hablamos de hipocresía. De hecho, no es imposible pensar que Robert Nozick o Margaret Thatcher estarían orgullos del legado de Michelle Bachelet en esta materia. Vaya paradoja.

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