Columna publicada en La Tercera, 20.01.2016

El libreto es conocido: cada vez que un caso de colusión sale a la luz, la opinión pública grita al escándalo, y designa un chivo expiatorio para descargar su ira. La reacción es comprensible: después de todo, a nadie le gusta sentirse estafado. Con todo, la pura indignación es mala consejera (ya decía Nietzsche que nadie miente más que un hombre indignado), pues tiende a afirmarnos en una supuesta superioridad moral en lugar de orientarnos. Por lo mismo, mientras no reflexionemos seriamente sobre la colusión, no habremos hecho gran cosa por evitarla.

Ahora bien, ¿por qué nos parece tan grave la colusión? La pregunta quizás parezca anodina, pero es crucial. ¿Por qué habríamos de esperar que ejecutivos -sometidos a presión y con jugosos incentivos de por medio- se abstengan de llegar a acuerdos? En el fondo, estas interrogantes remiten a la justificación del mercado, y no responderlas conduce simplemente a adorarlo como fetiche, o negarlo como encarnación del mal. De hecho, todo esto prueba que el mercado no puede ser justificado desde la pura eficiencia general. Por de pronto, dicho criterio entra en abierta tensión con el afán maximizador de cada agente que -desde Mandeville- está en el origen de la economía política moderna. El punto es que ni la eficiencia ni el egoísmo nos proporcionan motivos suficientes para respetar las reglas. Como ha recordado Luigi Zingales, la mano invisible tiene supuestos previos.

Si lo dicho hasta acá es plausible, entonces el mercado debe justificarse por motivos morales, esto es, a partir de una consideración más amplia en torno al bien humano. En ese sentido, puede decirse que el mercado es valioso porque ayuda a preservar bienes que le son anteriores. Además, como notaba Schumpeter, sus mecanismos son incapaces de producir, por sí solos, algunos de esos bienes. Los incentivos propios del mercado no producen, por ejemplo, personas dispuestas a respetar las reglas, ni auténticas vocaciones de servicio, indispensables en cualquier agrupación humana.

Lo anterior cobra especial relevancia en el contexto actual. Nuestro discurso dominante tiende a insistir a tal punto en el lenguaje de los derechos, en la exaltación de la autonomía individual y en la transgresión como norma, que hemos perdido de vista las exigencias de la vida común. Dicho de otro modo, hemos olvidado que un mercado sano requiere de condiciones especialmente frágiles. En rigor, estar dispuesto a no coludirse requiere de un compromiso con la comunidad que nuestro entorno hace más bien improbable.

Nada de esto debe ser leído como una crítica frontal a la economía libre, sino más bien como una constatación: aquellos que apreciamos el mercado debemos ser conscientes de sus límites. Si el mercado merece ser protegido, no es solo porque sea el modo más eficiente de asignar los recursos, sino sobre todo porque contribuye a una vida social sana, libre y plural, en la medida en que es capaz de converger con ciertos hábitos comunitarios que le preceden. Tal perspectiva parece indispensable para enfrentar correctamente las patologías del mercado, y superar así la mera (e inútil) indignación.

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