Columna publicada en La Tercera, 27.01.2016

¿Qué significa que este sea el “año de la productividad”? Suena parecido a “año del mono de fuego”. Sin embargo, el debate en torno a este concepto podría ser, en realidad, de primerísima importancia.

La productividad puede definirse como el “rendimiento del trabajo”. Y resulta que según todos los indicadores, el rendimiento de nuestro trabajo es muy bajo. Esto significa que hay poco valor agregado en lo que hacemos (combinamos de manera poco creativa los recursos disponibles) y que, además, somos pocos eficientes en ese hacer (porque por último uno podría combinar pobremente los recursos disponibles, pero al menos de forma rápida y eficiente). En otras palabras, no trabajamos muy bien.

Llegados a este punto, podríamos iniciar una perorata sobre lo terrible que es exportar cobre  y comprar cañerías. Hacer frases ingeniosas tipo “pasemos de fabricar chips a fabricar micro-chips”. Y llorar, finalmente, por “depender de materias primas”, como si su explotación no exigiera tecnología e innovación, y como si países como Noruega fueran el rostro del subdesarollo.

Pero también podemos pensar más allá de lugares comunes. Por ejemplo, en las condiciones cognitivas, laborales y culturales que afectan nuestra productividad. No es secreto para nadie que Chile posee un bajísimo índice de comprensión lectora y de manejo de aritmética básica. Esto, en términos simples, significa que millones de chilenos tienen graves dificultades para comprender instrucciones y resolver problemas medianamente complejos. Tal realidad, por supuesto, limita enormemente sus posibilidades productivas, así como afecta sus vidas al verse imposibilitados de gozar de diversos bienes y oportunidades vitales.

En cuanto a las condiciones laborales, cualquiera que quiera hablar de productividad seriamente tiene que referirse al abuso. Al abuso externo que experimenta cualquier trabajador todos los días producto de condiciones de transporte indignas y una mala organización de la fuerza laboral en muchos lugares de trabajo. Y, también, al abuso interno que experimentan quienes, en palabras del filósofo Byun-Chul Han, “se realizan hasta a morir”, autoexplotándose hasta el agotamiento y luego viviendo a costa de ansiolíticos y antidepresivos.

Finalmente, el factor cultural no debe ser despreciado: nuestra cultura, de raigambre católica y marcada por la experiencia colonial, considera el trabajo en buena medida como el castigo por nuestros pecados, y no como una forma de realización. De ahí, en parte, que sea comprendido -al igual que la educación formal- principalmente como un drama.

Pensar en transformar nuestra forma de trabajar en función de aumentar nuestra productividad nos exige, entonces, revisar lo que muchos no querrían revisar: nuestras políticas respecto a la primera infancia, nuestra educación básica, la calidad de nuestra vida en las ciudades, nuestra salud mental, la organización de nuestra vida laboral y nuestra comprensión misma del trabajo. Asuntos que llevan demasiado tiempo en la oscuridad y de los cuales depende cualquier aspiración futura al desarrollo.

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