Columna publicada en La Tercera, 30.12.2016

El Servicio Nacional del Adulto Mayor anunció hace poco que en seis años más la población de mayores de 60 años superará en nuestro país a la de menores de 15. En concreto, para el 2022 la cantidad de adultos mayores de 60 años por cada 100 menores de 15 años (índice de adultos mayores) habrá pasado de los 73,09 de hoy al número de 103.

La población chilena, de hecho, ha venido envejeciendo en forma persistente durante las últimas décadas. En 1970 la población de entre 0 y 29 años representaba un 65,2% del total nacional. Para 1992 era un 56,7%; en el 2002 ya no era más que el 50%; y, asumiendo los datos del fallido censo del 2012, hoy sería de un 46%. En tanto, el porcentaje de adultos mayores respecto al total solo ha aumentado. Las mayorías jóvenes de ayer son las mayorías envejecidas de hoy. Y viven cada vez más tiempo.

¿Por qué es esto importante? Porque las prioridades, tensiones y riesgos de una sociedad envejecida son muy distintas a las de una sociedad joven. De hecho, es muy razonable esperar que la presión sobre el sistema de salud y el sistema previsional solo vaya en aumento a medida que la población envejezca y, por tanto, sean los viejos quienes tomen la batuta política. Si esto es así, el movimiento estudiantil del 2011, cuya principal consecuencia es la reforma chambona de la “gratuidad” y haber puesto cuatro diputados en una cámara de 120, podría representar la última gran escaramuza de un segmento etario cada vez menos influyente.

El problema, en todo caso, es que no contamos con un debate razonable sobre asuntos de justicia intergeneracional, lo que deja que la prioridad de las políticas públicas sea fijada simplemente por la capacidad contingente de presión de los grupos. Un ejemplo claro es la preferencia por la gratuidad universitaria respecto a una mejoría en nuestra política de educación temprana, que es mucho más importante si el objetivo era corregir desigualdades. Sin embargo, los universitarios estaban en mejor posición para presionar. Y es posible que en el futuro sean los viejos los que le impongan a las nuevas generaciones pesadas cargas tributarias de manera de financiar mejores pensiones y prestaciones de salud, incluso a sabiendas de estar generando miseria juvenil y sistemas de salud y de previsión insostenibles en el tiempo. Basta mirar lo ocurrido en España y en Grecia.

La democracia, en tanto juego de mayorías contingentes, tiene lamentablemente muy poca capacidad para lidiar por sí sola con estos problemas. La posiblidad de una ética que regule las relaciones entre los vivos, los muertos y los que están por nacer no emerge naturalmente de ella, sino que reside, de existir, en el ámbito cultural. Sin embargo, tal como denuncia Daniel Innerarity en El futuro y sus enemigos, nuestra cultura es tan radicalmente presentista como nuestra democracia: vivimos en un ahora radical que usa el futuro como basurero, sin percatarnos de que ese basurero será justamente nuestro futuro. “Somos las flores en el basurero”, decían los Sex Pistols en la canción “No future”. “Somos el futuro, tú futuro”, concluían.

Ver columna en La Tercera