Columna publicada en El Líbero, 15.12.2015

“La tiranía de la igualdad” de Axel Kaiser es un texto fácil de leer que contiene ideas fáciles de pensar. Está ideado como una respuesta al “El otro modelo” (de Fernando Atria et al.) y, tal como ese libro, se autodefine como “un arma para la batalla de las ideas” al servicio del contraataque de “la libertad”. El objetivo de esta reacción es la defensa del “modelo” de los Chicago Boys y la identificación del mercado con la sociedad civil, en oposición al Estado.

Kaiser parte de la base de que el destino de las sociedades está marcado principalmente por la hegemonía de ciertas ideas. De ahí que la batalla en el plano intelectual sea la más relevante. Luego advierte que en nuestro país esa batalla está siendo perdida por las “ideas de la libertad” y que son las visiones colectivistas e igualitaristas las que van ganando terreno. Usando principalmente argumentos de Hayek y Friedman, explica que dichas ideas son una reminiscencia de la mentalidad tribal que dominó la existencia humana por milenios y que estaría profundamente relacionada con el sentimiento de la envidia y la necesidad de jefes y mitos.

“El otro modelo” es, según Kaiser, un compendio sistemático de falacias colectivistas e igualitaristas. Y la idea de “La tiranía de la igualdad” es desnudar dichas falacias. Para ello parte por oponer la sociedad en tanto “interacción libre y espontánea de las personas” al Estado, cuyas relaciones estarían marcadas por la jerarquía y la coacción. Así, a la distinción moralizante que Atria hace entre el mercado (como un espacio institucional donde las personas actúan sometidas a la búsqueda egoísta de la ganancia) y el Estado (que aparece en “El otro modelo” como un espacio de reconocimiento orientado simplemente al bien público), Kaiser responde con una distinción moralizante de signo opuesto donde el mercado aparece como un espacio de coordinación libre y horizontal -que incluso promueve valores como la honestidad y la solidaridad- en oposición a un Estado que es todo jerarquía, arbitrariedad y violencia.

Luego, el doctor en Estudios Americanos arremete contra la idea de que la desigualdad sea un problema, alegando que no por ser más iguales vamos a estar todos mejor, mientras que si los mercados son liberados, todos estaremos mejor, aunque seamos más desiguales.

Finalmente, afirma que la izquierda defiende una antropología hobbesiana que considera al ser humano como alguien perverso y egoísta que requiere del Estado para reconducirlo hacia fines no destructivos, a lo que la tradición liberal opondría una concepción bondadosa de la naturaleza humana, movida por la colaboración pacífica y voluntaria, además de por la solidaridad desinteresada. Naturaleza benevolente que sólo sería corrompida por el poder y sus tentaciones (una idea que, curiosamente, se puede identificar con Rousseau, contra quien Kaiser arremete una y otra vez a lo largo del libro). Esta visión se sostiene en la aparente creencia de Kaiser de que en el mercado no habría poder ni coerción alguna (o que si las hay, provienen en última instancia del Estado).

Otra de las curiosidades del libro es que luego de mostrar la redistribución por vía estatal como un robo, declararla análoga a la esclavitud y argumentar su inmoralidad intrínseca, Kaiser escribe lo siguiente: “los liberales, en todo caso, también aceptan la redistribución cuando se justifica desde el punto de vista de la utilidad social y se hace de manera focalizada y eficiente para que la gente pueda pararse sobre sus propio pies”.

Pero la mayor curiosidad, sin duda, es una interpretación de la definición que Max Weber hace del Estado que dejaría al sociólogo alemán como un anarquista ruso. Luego de citar la clásica definición de Weber del Estado (“aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima”), Kaiser la interpreta para definir el Estado como “una comunidad humana que aplica la violencia física sobre otros de manera considerada ‘legítima’ (…) siendo la violencia y su supuesta legitimidad lo que distingue al Estado de toda otra organización humana”. Así, concluye Kaiser, “el que gobierna nos domina porque tiene la violencia de su lado (…) es decir, nos obliga a hacer esto o lo otro sin que podamos resistirnos”. Luego, la definición de Weber, cuyo eje es justamente el problema de la legitimidad y la dominación legítima, termina desfigurada al punto de concebir el Estado como mera violencia organizada. Es decir, como una pandilla que ejerce una dictadura. Algo que Weber jamás habría dicho y que nisiquiera Robert Nozick formula de esa manera.

En términos generales, entonces, “La tiranía de la igualdad” puede ser descrito como una reconstrucción algo caricaturesca de “El otro modelo” que luego procede a su refutación mediante la construcción de una caricatura análoga, pero opuesta. Este ejercicio logra a ratos golpes certeros a la argumentación de Atria y sus amigos, cuya retórica muchas veces cae en inconsistencias, algunas veces se vuelve moralizante y es casi siempre sinuosa, pero también demasiadas veces Kaiser yerra por completo en el objetivo, atacando monos de paja que no tienen que ver con “El otro modelo”. El caso más notorio es en el ámbito educacional, donde Kaiser defiende apasionadamente los vouchers, suponiendo que la propuesta de Atria es estatizarlo todo, cuando en realidad el profesor de derecho propone un modelo de vouchers sólo que sin selección y exclusivamente financiado por el Estado. Algo que uno podría sospechar que tiene el riesgo de derivar en el control estatal de la educación, pero que no lo plantea como su objetivo abiertamente y que, por lo tanto, exige una argumentación contraria bastante más refinada.

Otra consecuencia de la estrategia argumentativa de Kaiser es que su visión se vuelve profundamente ideológica, en el sentido de una construcción teórica que desprecia la realidad. Así, a la ideología estatista que identifica con “El otro modelo” termina oponiendo una ideología anti-estatista que tampoco tiene mucho interés por hacerse cargo de la realidad del mercado y sus problemas concretos (tan a la vista en Chile). De hecho, nisiquiera trata los escándalos que, desde el caso Farmacias, han remecido los mercados chilenos o realidades como la falta de competencia o la falta de oportunidades y movilidad social en Chile, dando la impresión de que fueran una mera maniobra comunicacional de la izquierda. Luego, opone al error que Fernando Atria comete en muchos de sus libros de comparar la realidad del libre mercado con un Estado ideal (e idealizado) -confundiendo por lo tanto los niveles de análisis- un error opuesto que se contenta con comparar la realidad del Estado con un libre mercado ideal (e idealizado). Y eso en el mejor de los casos.

Por último, algo que nunca queda claro a lo largo del libro es la crítica a los “conservadores” y a los “socialcristianos”, a quienes equipara a la izquierda, a pesar de citar profusamente a Alexis de Tocqueville, esgrimir ideas propias de Edmund Burke, defender el “principio de subsidiariedad” y decir que Jesús fundó el liberalismo. Queda la impresión de que sus descalificaciones tienen como objetivo tratar de posicionar su defensa radical del libre mercado en un “centro” entre males simétricos.

En suma, el libro cumple con lo que promete. Su fin es aleonar a los convencidos, más que convencer a los detractores de buena fe. De hecho, entrega principalmente insumos para una batalla que no es entre ideas, sino entre ideologías, donde la argumentación adquiere la forma de la propaganda y donde los hechos pasan a ser relevantes sólo en la medida en que sirvan a la propia argumentación. Al finalizar su lectura, por lo mismo, uno se pregunta si la tiranía de la igualdad a la que se refiere el autor es la del igualitarismo o bien la que se produce entre la ceguera ideológica de los enemigos de Kaiser y la suya propia. Y la pregunta que queda en el aire es si los que creemos en el libre mercado como algo bueno necesitamos hoy una actitud más bien reflexiva y propositiva o bien una especie de chupilca del diablo que nos permita combatir enceguecidos, insensibles al contexto.

Puede no ser clara la respuesta, pero sin duda divide aguas: la reflexión crítica y el aguardiente con pólvora no van de la mano.

Ver columna en El Líbero