Columna publicada en La Tercera, 25.11.2015

Todo indica que nuestra vida pública se está degradando a un ritmo acelerado, y el mejor síntoma del fenómeno es la pérdida de la capacidad de asombro. Los ejemplos sobran: servicios públicos de primera necesidad que paran ilegalmente más de un mes; reformas estructurales que afectan derechos adquiridos realizadas vía glosa presupuestaria; promesas incumplidas de hospitales sin mediar explicación plausible; proceso constituyente que empezará con una campaña de concientización, y así, hasta el punto que la chapucería se convierte en modus operandi. Incluso la Corte Suprema no ha querido quedar debajo de esta mesa, y ahora pretende dirigir la política exterior del país. En rigor, nos estamos acostumbrando a vivir en un país donde las reglas no se cumplen, y cuyos actores toman los más diversos atajos para lograr sus objetivos, pasando a llevar impunemente los supuestos más elementales de una convivencia civilizada.

Puede pensarse, por cierto, que esta especie de vacío es el fruto de una situación que nuestros hombres públicos no han terminado de aquilatar. La transición chilena se caracterizó por fijar estrechos límites a la acción política, de tal modo que las salidas de libreto fueran más bien excepcionales. Es innegable que los motivos de esa contención eran discutibles, y en cualquier caso respondían a otra época: al fin y al cabo, ese orden era mantenido por una serie de enclaves poco acordes con el país de hoy. Y fue precisamente la frustración frente a ese orden considerado ilegítimo la que provocó la muerte de la Concertación: la Nueva Mayoría nace con la voluntad explícita de romper con un pasado espurio. Una sociedad adulta y sin miedos, dijeron, no puede vivir a la sombra de la dictadura.

Hasta aquí, nada resulta especialmente raro. Después de todo, las transiciones no están hechas para durar, sino justamente para transitar, y sólo la derecha chilena puede seguir descansando (hasta hoy) en la ilusión de algo así como una transición eterna. Los problemas vienen luego, porque todo esto implicaba un esfuerzo programático muy serio. Sin embargo, cuando la generación post-transición se vio enfrentada al deber de elaborar las coordenadas del nuevo orden no fue capaz de ofrecer nada muy coherente, más allá de recoger en la calle algunas consignas gastadas, cuya principal característica es ser ciegas frente a la complejidad del mundo. La Nueva Mayoría se articuló desde la negación a su propio pasado, pero la negación es insuficiente para hacer política -y ese es el problema central de la retroexcavadora-.

Todo lo anterior explica que la pregunta sobre el futuro de la coalición oficialista sea tan pertinente: no hay en ella nada parecido a un proyecto político que permita hacerse cargo seriamente del Chile actual (sobra decir que el “programa” no estaba, ni de lejos, a la altura). Tampoco hay una reflexión sobre las exigencias de la democracia, que requiere bastante más que dar rienda suelta a los impulsos de las mayorías contingentes. El oficialismo tiene la mayoría, y ya no hay enclaves, pero no sabe qué diablos hacer con esa libertad tan anhelada. Triste destino para una generación forjada en la lucha por la democracia.

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