Columna publicada en La Tercera, 21.10.2015

Una acusación común de algunos izquierdistas contra cualquiera que discrepe con ellos es que estaría simplemente “defendiendo intereses”. En particular, los intereses de los ricos. Y si uno no tiene muchos bienes materiales que defender, entonces es un “facho pobre”, un alienado o un arribista.

Tal postura supone, por supuesto, que la izquierda es la encarnación de lo justo y lo bueno. Y esa imagen de sí mismos existe en personas de todo origen, pero se ve reforzada especialmente en quienes, siendo parte de las elites, despliegan discursos igualitaristas. Muchos de ellos, de buena fe, se ven a sí mismos como renunciando a algo al asumir esas posturas, aunque no renuncien, en la práctica, a nada. Así se fortalece esa curiosa sensación de superioridad moral que les permite hacer la vista gorda frente a la común contradicción entre su forma de vida y el ideal que reivindican.

Este desequilibrio ocurre porque lo que el supremacista moral de izquierda ve en su opositor es una defensa del mundo actual tal como es, con todos sus males e injusticias, mientras que al observarse a sí mismo ve el sueño de un mundo sin opresión. Así, al compararse con el otro, sólo puede concluir que él es moralmente superior.

El problema, entonces, es que el supremacista moral de izquierda confunde niveles de análisis (compara realidades con ideales) y en el ensueño ideológico de dicha confusión se ve a sí mismo como alguien de mejor calidad humana. Por eso le resulta especialmente chocante cuando le aparece en el camino un supremacista moral de signo contrario, como Axel Kaiser, que se contenta con hacer una descripción ideológica y optimista del capitalismo para justificar sus males presentes, tal como su equivalente funcional de izquierda la hace de un orden ideal futuro, a partir del cual justifica todas sus acciones. Alguien que, al igual que el izquierdista, condena a su adversario como un ser inmoral movido por envidia, intereses y bajas pasiones, cuyo fin es convertir Chile en Norcorea o Argentina. Puesto frente a ese espejo, cierto horror se apodera del supremacista moral de izquierda.

El resultado práctico de este tipo de discursos ideológicos es la desfiguración del adversario hasta imaginarlo como sub-humano, si es que no como un demonio. Y una vez que se le piensa simplemente como una manifestación “del mal”, nada está prohibido en relación a él. Ninguna humillación, ningún insulto, ninguna violencia contra ese otro distorsionado le parece al supremacista moral, llegado un momento extremo, un exceso.

En otras palabras, es la sensación de superioridad, mezclada con optimismo, la que lleva a la inmoderación política. Y es esa falta de moderación política la que ha hecho, una y otra vez, que quienes están seguros de cargar con la salvación del mundo en sus corazones hayan terminado edificando infiernos insospechados en la tierra. Y es que quien cree combatir un mal radical y está seguro de saber cómo construir el paraíso suele permitirse excesos que muchas veces superan el mal real que se pretende erradicar. Es la madera de la que están hechos los verdugos.

Ver columna en La Tercera