Columna publicada en La Tercera, 07.10.2015

Hay muchas formas de lidiar con ese déficit de sentido, con esa oscuridad, como canta Johnny Cash, que a ratos cubre nuestra percepción del mundo y que es parte de la condición humana. La evasión es probablemente la más común, y también la más perniciosa. El método más simple es el abuso autodestructivo de alguna conducta o sustancia.

Pero hay formas mucho más sofisticadas para evadir el presente, como arrancar hacia la historia. En efecto, quienes desesperan del ahora siempre pueden añorar tiempos pasados idealizados o soñar con un futuro sin problemas en el cual la historia por fin se ha detenido. De hecho, en la mayoría de los casos se hacen ambas cosas: Marx saltaba de alegría cuando las investigaciones de Morgan parecían constatar que el hombre primitivo vivía en una especie de comunismo tosco, al que los hombres podíamos aspirar a volver, pero de manera reflexiva. A este mismo club pertenecen los que fantasean con el apocalipsis como remedio a toda la miseria del mundo.

En momentos complicados y algo frustrantes, como el que vive ahora nuestro país, los discursos evasivos tienen su mejor momento. Y no son pocas las veces en que estos campean entre las élites. Un ejemplo es Bachelet y la Nueva Mayoría consolándose con haber tocado fondo en las encuestas mientras siguen predicando un optimismo infundado y haciendo avanzar reformas mal diseñadas y peor ejecutadas. Un “avanzar” que, a estas alturas, recuerda los últimos pasos de Alfonsina Storni más que otra cosa. Y es que la vocación de impulsar transformaciones trágicas es muy propia en quienes, en la izquierda, desesperan del presente y buscan arrancar hacia el futuro. Por algo Allende fantaseaba con estatuas de él mismo. Por algo, también, creen que la destrucción de lo que hay, ya que es supuestamente tan malo, sólo puede ser para mejor. Seguir rompiendo huevos, como propone la ministra de Educación, con la ilusión de que resultará una tortilla. Aunque no sean huevos de aquellos con los que se hacen tortillas.

Al otro lado de la vereda, en tanto, la cosa no es mucho mejor. Es curioso, pero mucha gente de derecha parece tener la fantasía de ser como el capital: moverse de un país a otro y de una relación a otra según la propia conveniencia, sin quedar marcado ni añorar nada. Arrancar junto con la rentabilidad y vivir en esa cresta de la ola, sobreviviendo mientras todos los que están atados a algo son arrasados y dejados atrás por “ineficientes”. Algo muy en la onda “The walking dead”. Entonces siempre aparece esa fantasía de “irse del país”. Irse con la seguridad de haber nacido en un pueblo condenado que, a la García Márquez, no tendrá una segunda oportunidad sobre la tierra. Trágicos también.

Esta vocación trágica, pesimista en el fondo, es el verdadero opio de las élites. Y lo peor de todo es que opera como profecía autocumplida: facilita que los países se hundan y que los dueños del capital, y cualquiera que tenga expectativas profesionales, arranquen junto con él. Es cosa de mirar a Argentina o a Venezuela y darnos cuenta de que no sólo estamos cerca en los mapas.

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