Columna publicada en Chile B, 22.10.2015

“A mí nadie me ha dicho qué quiere hacer con la Constitución. Yo soy partidario de que haya un amplio debate, pero quiero saber en qué momento vamos a discutir los temas sustantivos”. Con esas palabras, José Miguel Insulza se refirió al itinerario del proceso constituyente anunciado por la Presidenta Bachelet, haciendo eco de una de las críticas más reiteradas en estos días: la falta de claridad sobre cuáles serán los aspectos específicos a modificar de cara a una nueva Constitución. Desde luego el punto es más que pertinente ─un cambio constitucional como el propuesto exige un diagnóstico adecuado─, pero debemos advertir que ya conocemos, al menos en forma preliminar, el norte que seguirá el Ejecutivo en esta discusión.

En efecto, el programa de gobierno de la Nueva Mayoría ofrece claras luces al respecto. Por de pronto, sostiene que el déficit más grave de la Constitución que nos rige es su “desconfianza a la soberanía popular”, la que se vería reflejada en los mismos dispositivos que Fernando Atria llama “trampas” o “cerrojos”: las leyes de quórum supra mayoritario ─en particular las orgánicas constitucionales─, el ya fenecido sistema binominal, y las facultades preventivas del Tribunal Constitucional en la tramitación de proyectos de ley.

Aunque ninguno de estos mecanismos es exclusivo de la Carta vigente (y sabiendo, además, que toda Constitución será en alguna medida supra mayoritaria), cabe notar que su cantidad e intensidad ha sido progresivamente cuestionada y, por ende, puede pensarse que aquí hay un terreno fértil para modificaciones consensuadas.

El problema, sin embargo, dice relación con la inconsistencia interna del bullado programa. Al mismo tiempo que éste formula la crítica descrita y afirma la necesidad de aumentar el espacio para el debate político, propone una concepción de los derechos tendiente “a su progresividad, expansividad y óptima realización posible” (p. 30), planteando tratar y proteger como derechos constitucionales un variopinto abanico de temas, de muy distinto nivel e importancia.

Entre otros, asuntos tan disímiles como la participación política de hombres y mujeres, la identidad sexual y los derechos reproductivos, la propiedad de los recursos naturales, el carácter pluricultural del Estado de Chile, y una cláusula de Estado social (pp. 31-35).

Los derechos constitucionales delineados en el programa en algunos casos amenazan bienes humanos fundamentales, y en otros ─la mayoría─ admiten diversas variables y concreciones, excediendo con creces la protección de ciertas exigencias básicas de justicia. En rigor, los derechos propuestos y su interpretación “expansiva” son susceptibles de abarcar casi cualquier área relevante de discusión.

La contradicción entre esta aproximación y la crítica a las “trampas” y a la falta de debate político es manifiesta. Mientras más extensa es la Constitución, menor es el ámbito para las mayorías legislativas. Mientras más derechos y más amplios, más áreas quedan fuera de la deliberación parlamentaria. Lo propio de un derecho es ser exigible ante tribunales y, por tanto, su árbitro último siempre será un juez; en este caso, un juez constitucional.

Quizás alguien podría pensar que el problema es circunstancial, pero no es así: a lo largo de sus 196 páginas, el programa de gobierno de Michelle Bachelet repite la palabra “derechos” 262 veces, siendo por lejos la voz más mencionada (y superando con creces a términos como “Estado” o “desarrollo”). El dato ─además de ilustrar con nitidez el papel que hoy asignamos a los derechos en la discusión pública─ refleja muy bien el tono del programa de gobierno.

Desde luego, el proyecto definitivo de Nueva Constitución puede ser diferente. Conviene, sin embargo, poner estas tensiones sobre la mesa, y no sólo por la relevancia atribuida al programa. El punto evidencia cuán importante es que todos aquellos sectores que ─no sin razón─ miran con escepticismo el proceso constituyente traduzcan en diagnósticos y propuestas concretas su perspectiva. Aunque resulta injustificado el afán de reemplazar en su totalidad la Constitución, el tema está instalado y es difícil que desaparezca de la agenda, en especial teniendo en cuenta la amplia crítica a las elites y a las instituciones políticas tradicionales.

Por lo demás, hay temas que sin duda debemos repensar (como la articulación entre subsidiariedad y solidaridad, los equilibrios entre el Presidente y el Congreso, los niveles de descentralización, los órganos que gozan de autonomía constitucional, el nivel y modo de reconocimiento de los derechos sociales, etc.).

En suma, urge un discurso moderado y reformista que introduzca un espíritu de sano cambio constitucional y que, ante los afanes y contradicciones del gobierno, sea capaz de proponer una alternativa acorde a los tiempos que vivimos, rescatando lo mejor de la tradición constitucional chilena y de la evolución de las últimas décadas.

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