Columna publicada en La Tercera, 23.09.2015

Una de las particularidades de Ricardo Lagos -y de algunos de sus referentes intelectuales, como Lechner, Brunner u Ottone- es haber logrado representar una idea relativamente refinada de la modernidad. Es decir, una composición inteligente del vértigo a la vez atractivo y temible de vivir en un mundo paradójico donde las certezas son pocas, y las oportunidades y los peligros, muchos.

Es quizás por encarnar ese modernismo que Lagos, a pesar de todos los problemas de su gobierno, parece tener mucho más calado que Piñera y Bachelet. Siguiendo el esquema del gran ensayo que es “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, de Marshall Berman, Lagos encarnaría, con matices, un modernismo abierto (de “esto y aquello”), mientras que Piñera y Bachelet serían ejemplos de un modernismo cerrado (de “esto o aquello”). Si para el primer Presidente de derecha post dictadura el PIB parecía la única medida de nuestro desarrollo y las políticas públicas eran la verdadera cara de la política, para Bachelet todo descuido económico y administrativo parece justificado si hace avanzar “el programa”, ese fetiche místico.

Las visiones abiertas de la modernidad, nos dice Berman, son desarrolladas por quienes, al mismo tiempo, son “enemigos y entusiastas de la vida moderna, en lucha cuerpo a cuerpo con sus ambigüedades y contradicciones”, mientras que las visiones cerradas, que asocia al siglo XX, se orientan “hacia las polarizaciones rígidas y las totalizaciones burdas”. Estas últimas parecen predicar siempre un camino claro hacia el sentido pleno y terminar acercándose casi siempre al pleno sinsentido. ¿Quién, después de todo, va a considerar el crecimiento del PIB o el avance de “el programa” como fuente de sentido? ¿Quién se va a sentir comprendido en las contradicciones de su vida cotidiana a partir de visiones tan toscas?

Pero este déficit en la comprensión del carácter paradójico de la vida moderna no es sólo imputable a los políticos. Son muchas las personas de todas las tendencias que miran las encuestas en búsqueda de una explicación simplona de cómo los chilenos estamos viviendo la modernidad. Así, los que son más de derecha creen que porque mucha gente valora el esfuerzo individual y el emprendimiento, la izquierda está frita. Y los que son más de izquierda tratan de ver en el apoyo al movimiento estudiantil y algunas políticas redistributivas un giro total de la ciudadanía hacia la izquierda.

Lo peor de todo es que en el fondo de esta voluntad de simplificación late un profundo desprecio por el ser humano y su condición. Falta de caridad con la persona y falta de confianza en el sujeto, quien pasa a ser visto como un miserable ansioso de ser administrado, al estilo de la película Wall-E. Y es contra esta visión del hombre, afirma Carlos Peña en su último libro, que se ha ido formando un amplio frente de lucha que abarca -con sus diferencias- desde Joseph Ratzinger hasta Slavoj Zizek. La pregunta es cuántos de nuestros políticos e intelectuales están dispuestos a pasarse a ese bando y volver a tomarse la riqueza y complejidad humanas en serio.

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