Columna publicada en La Tercera, 16.09.2015

El rumor se ha esparcido como reguero de pólvora: algunos, se dice, estarían diseñando un plan para que la Presidenta renuncie en pocos meses más, una vez que le corresponda al Congreso Pleno elegir a su sucesor. Tal sería la “solución” para suplir el actual vacío de poder que vive el país. Más allá de que es difícil tomarse en serio una especulación así (y de la ironía implícita: no sería tan mala noticia la existencia de mentes frías dando vueltas por allí), la reacción del oficialismo ha estado marcada por la indignación. Se trata, afirman, de un murmullo absurdo y sedicioso, cuya única finalidad sería desestabilizar a las instituciones. Tienen algo de razón, porque es innegable que proyectar una renuncia presidencial -aunque sólo fuera a modo de hipótesis- equivale a empujar la crisis actual hacia límites insospechados. Sin embargo, la pura indignación no logra dar cuenta del fenómeno, pues mira los efectos sin detenerse en sus causas.

En rigor, no es casual que este gobierno haya tenido que enfrentar, en más de una ocasión, este tipo de rumores, al punto de que la propia mandataria salió una vez a desmentirlos. Y aunque efectivamente suena descabellada, la idea de renuncia presidencial adquiere cierta consistencia porque las circunstancias lo permiten. Si se quiere, la navegación al garete del gobierno alimenta las imaginaciones afiebradas, porque la incertidumbre es terreno fértil para la creatividad: se busca una salida allí donde el gobierno no ha podido dibujar ningún horizonte plausible; se busca dar las respuestas que el gobierno se niega a dar. La mala fe juega sin duda algún papel, pero lo relevante es que se habla de renuncia porque se percibe         -con mayor o menor razón- que la Presidenta ha ido abandonando su vocación de gobernarnos, si es que alguna vez la tuvo.

Por lo mismo, lo interesante es preguntarse cómo diablos una coalición integrada por dirigentes serios y experimentados ha llegado hasta este punto: aquí hay un problema político de la mayor importancia. ¿Cómo es posible que tantos hayan guardado silencio frente a un programa que era, a todas luces, irrealizable? Quizás el síntoma más patente del desorden actual haya sido la entrevista del ministro Eyzaguirre, quien se dio el lujo de dar explicaciones  inaceptables en un niño de diez años, además de incompatibles con las responsabilidades que ejerce.

Estas consideraciones nos llevan a formular otra pregunta, indispensable si acaso queremos comprender nuestra situación. En efecto, ¿qué motivos explican el suicidio de la Concertación y el surgimiento de la Nueva Mayoría? ¿Hubo allí algo así como una reflexión política, o fue un intento pueril por agradar a los más jóvenes (actitud que, según Platón, está en el origen de la corrupción política)? Hay algo insoportablemente leve en esa decisión de abandonar una trayectoria valiosa para ir en busca del país de nunca jamás, y hoy estamos padeciendo sus efectos. Esa es la pregunta que subyace, y el oficialismo está condenado al atolladero (y a los rumores) mientras no intente responderla seriamente. Todo el resto, lamentablemente, se convierte en mera agitación sin rumbo ni destino.

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