Columna publicada en El Líbero, 22.09.2015

Las críticas contra la conducción política del país se acrecientan día a día. Incluso Isabel Allende, presidenta del PS, afirmó recientemente que en muchos de los comentarios contrarios a Bachelet habría elementos “sediciosos”. Pareciera que nos hemos acostumbrado a correr los cercos retóricos: hoy las críticas de lado a lado son harto más duras que hace cinco o seis años, y nos volvemos casi indiferentes a una creciente agresividad en el debate público.

En esta línea, hace algunos días Ascanio Cavallo se preguntaba si nos encontramos al final de un ciclo de división política o si, por el contrario, aquél está recién comenzando. Según el periodista, este vaivén iría desde la convivencia pacífica a la polarización. La pregunta toma relevancia cuando los chilenos, cada dos o tres décadas, vamos y volvemos a los extremos de este péndulo. Si fuera cierto, ¿estamos condenados a sufrir los embates de la historia, o tenemos alguna posibilidad de gobernar ese proceso? Si revisamos el pasado reciente, los esfuerzos de la transición fueron una respuesta a más de dos décadas de polarización. En los escenarios de cierto consenso que hubo antes y después de nuestro quiebre democrático, un papel importante lo jugó un ente pragmático, dialogante con los sectores a su derecha y a su izquierda. Ese rol lo cumplieron partidos políticos o, desde los años de la dictadura, la Iglesia Católica. Según la interpretación que da Arturo Valenzuela en “El quiebre de la democracia en Chile”, el problema habría comenzado cuando la Democracia Cristiana reemplazó al Partido Radical en el centro del espectro político: la DC no habría estado dispuesta a transar y conciliar los ánimos entre la derecha y la izquierda, sino que habría propuesto un proyecto ideológico total, incapaz de servir, como sí lo hicieron los radicales, como vínculo entre diversos sectores. Quien mejor resumió la política de las “planificaciones globales” —utilizando el término de Mario Góngora— fue Frei Montalva, quien aseguró que no cambiaría una coma de su programa ni por un millón de votos.

La situación actual podría leerse, entonces, a partir de este ciclo de convivencia y polarización. ¿En qué etapa nos encontramos hoy? Por de pronto, la enorme desconfianza en nuestras instituciones hace que predominen los discursos de barras bravas o de retroexcavadoras en vez de plantearse proyectos colectivos y a largo plazo. Pareciera que la política solo se ve en términos de poder. Sería un juego de suma cero donde si yo gano, pierde mi adversario. Ya no habrían espacios para promover una visión de la sociedad, administrar las expectativas y priorizar ciertas políticas públicas por sobre otras. Una lectura común es interpretar los hechos buscando al picota: como el niño que, al acercarse a la derrota, prefiere dar vuelta el tablero para no verse humillado, los últimos gobiernos salientes (especialmente la Concertación al asumir Piñera) habrían abierto la puerta al desgobierno en vez de reconocer a sus adversarios y hacer política con un sentido constructivo. ¿Qué hay, sino, en la enorme radicalización que sufrió la exitosa Concertación y que leyó los logros de los años 90 como pura transacción entre los intereses mezquinos de unos pocos?

Bajar la agresividad del debate y buscar el consenso se orienta, por tanto, a controlar ese péndulo. No para pensar en detener reformas que les sean incómodas a algunos, sino para plantear soluciones a los desafíos pendientes. Quizás no estén tan equivocados quienes piensan que la Concertación o la derecha aprovecharon el binominal o el espíritu conciliador de la transición para no pensar en serio soluciones a la educación de mala calidad, a la pobreza o a la concentración económica o política (e incluso urbana y demográfica). Sin embargo, la salida política a la crisis no está en el renacimiento de viejas ideologías y de soluciones improvisadas —lo que ha abundado en las reformas tributaria, laboral y educacional—, sino en los liderazgos que sepan convocar cuando hay división, y conciliar cuando los ánimos se escapan a los extremos.

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