Columna publicada en La Tercera, 09.09.2015

El antropólogo francés René Girard explica en sus libros -de manera convincente- que todo orden primitivo estaba fundado sobre sacrificios humanos, que una vez mitificados, instituían lo sagrado que daba legitimidad al orden. También explica que a lo largo de los siglos cada vez que una crisis política afectaba a una comunidad, la sacralidad del orden era recuperada mediante nuevos sacrificios. Esto, hasta que la eficacia del mecanismo comienza a ser erosionada por el cristianismo y la secularización, lo que vuelve cada vez más violentas las crisis políticas, pues cuesta cada vez más atajarlas.

Un ejemplo de este tipo de crisis es la historia chilena entre los años 60 y los 70 del siglo XX, donde todas las instituciones van siendo arrasadas por un conflicto declarado entre dos grandes bandos. Esto termina con una aniquilación de casi todos los elementos identitarios nacionales por ser apropiados por un bando u otro, y finalmente, en una lucha por reinterpretar sacrificialmente la historia del país para hacerla comenzar o bien con Pinochet o bien con Allende -o con los asesinados y torturados por la dictadura- como héroes culturales sacrificados por la Patria. Es por esto que muchos crecimos con la sensación de que Chile era un país con menos de medio siglo de antigüedad, donde sólo se permitían dos modos de pensar mutuamente excluyentes.

Esta disputa simbólica fue ganada por la Concertación. Durante 20 años sus gobiernos utilizaron todo el aparato simbólico y cultural disponible para no dejar dudas respecto a que ellos gobernaban en nombre de las víctimas y que la derecha era inmoral y representaba a los victimarios. Apelar a los torturados y los desaparecidos era también aquello que les permitía obligar a la izquierda más dura a cerrar filas: “no se equivoque compañero, recuerde quién es el enemigo”, o bien, “yo también luché contra la dictadura”. Este recurso fue usado y abusado. Así, nuestra identidad nacional fue refundada desde el relato de las víctimas de la dictadura. El Museo de la Memoria, el cierre del Penal Cordillera por un Presidente de derecha opositor a Pinochet y el recambio generacional son el punto final de este proceso.

La Concertación gana, pero en el camino acepta y legitima, por pragmatismo, muchas de las reformas de la dictadura. El efecto es que hoy ya casi nadie ve a Pinochet como héroe, pero también ya casi nadie evalúa las instituciones en base a si fueron implementadas o no por su régimen. Así,  el fin de esta disputa termina por volverla irrelevante. La tensión política desaparece y la eficacia simbólica también. Apelar a las víctimas de la dictadura ya no ordena las filas dentro de la izquierda como antes. Tampoco la valoración del “gobierno militar” es ya un factor de unidad dentro de las nuevas generaciones de la derecha. El orden, por lo tanto, ha perdido su fundamento sacrificial. Vivimos fuera de lo sagrado. Y la pregunta es si buscaremos nuevos sacrificios para devolverle la sacralidad al orden, o si aprenderemos a convivir de manera razonable en un mundo pluralista de derechos y deberes compartidos.

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