Columna publicada en La Tercera, 12.08.2015

Llueve sobre Valdivia, sobre Santiago, sobre Tocopilla. También sobre las zonas del sur, donde siempre llueve y los niños miran con incredulidad las noticias que informan de la “grave sequía que afecta al país”. El agua que cae del cielo tiene la virtud curiosa de recordarnos que existe una diferencia entre lo suntuario y lo fundamental. Estar secos, tener un hogar, tener algún tipo de calefacción, tener comida caliente, estar tranquilos y serenos, compartir la compañía cariñosa de otros. ¿No rondan nuestra cabeza esas cosas mientras miramos caer el agua?

La lluvia también aclara cosas sobre nuestro desarrollo: al recordarnos los bienes que son fundamentales, nos enrostra las fallas de nuestra vida en común. La soledad de algunos, el abandono de otros, los hogares rotos, la pobreza de muchas viviendas, las dificultades para desplazarse, el estrés, la depresión, la ansiedad, el frío y la humedad que sufren tantos chilenos quedan al descubierto bajo la presión implacable del agua. Eso sin mencionar el centralismo del país.

Por último, el aguacero también premia y da ocasión para ejercer ciertas virtudes fundamentales: el invierno siempre muestra su cara más alegre a quienes trabajan para anticiparlo y se ayudan mutuamente. En tiempos de apuro, además, se ve quiénes son los verdaderos amigos.

En fin, todo lo que no está hecho para durar, todo lo que esta fuera de lugar, se deshace con la lluvia. Y las preguntas que repiquetean en nuestros techos debemos tomárnoslas en serio: ¿Tenemos un país hecho para durar? ¿Estamos dejando a nuestros hijos y nietos un lugar en el mundo del que podamos sentirnos orgullosos? ¿Cuánto de Chile es simple cartón? ¿Cuánto esfuerzo concentramos en perseguir bienes suntuarios, dejando de lado bienes fundamentales? Abrirnos a estas preguntas equivale a preguntarnos por el sentido de nuestro desarrollo.

John Adams, uno de los artífices del tan alabado y mal comprendido “sueño americano”, pensaba el progreso de esta manera: “Debo estudiar política y guerra para que nuestros hijos tengan la libertad de estudiar matemática y filosofía. Nuestros hijos deben estudiar matemática y filosofía, geografía, historia natural y arquitectura naval, navegación, comercio y agricultura, para darle a sus hijos el derecho a estudiar pintura, poesía, música, arquitectura y escultura”. ¿Cómo pensamos nosotros el progreso? ¿Aspiramos todavía a la grandeza como país? ¿Nos entendemos como algo más que un puñado de individuos nacidos por azar en una esquina del mundo? ¿Existe todavía el pacto entre vivos, muertos y personas por nacer que los antiguos llamaban Patria o Nación? Hoy mucha gente enfrenta las noticias dolorosas sobre nuestro país repitiendo “Que se acabe Chile”. Mientras miro la lluvia pienso que esa frase, que suena desafiante, en realidad llega tarde al problema, como una orden de fusilar a alguien que ya está muerto. Hoy no necesitamos exigir desde la indignación que nuestro país se acabe, sino preguntarnos cómo recuperar la voluntad de vivir y buscar la felicidad juntos. Cómo hacer, en el fondo, que Chile exista.

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