Columna publicada en La Tercera, 26.08.2015

Los chilenos parecemos tener una tendencia a ser ingratos. Dicha ingratitud puede ser parte de la sombra de alguna virtud nacional, como el sentido de independencia que destaca Ercilla en La Araucana (sí, eso de la gente “granada, soberbia, gallarda y belicosa”). Una sombra donde la ingratitud convive con la mezquindad, la inseguridad y la envidia. Aquello que Vicente Huidobro llamó en su “Balance Patriótico” odio a la superioridad.

Este rasgo del carácter nacional podría tener que ver con la brutal desconfianza interpersonal cuya existencia constatan todas las investigaciones. También, en su lado virtuoso, podría tener que ver con el relativo respeto a la ley que siempre ha distinguido a Chile de la mayoría de los demás países latinoamericanos. Después de todo, si algo enfurece al chileno es ver que otro saca provecho de una oportunidad que él no pudo aprovechar.

Como sea, la ingratitud es algo tan nuestro que le pusimos “el pago de Chile”. Eso es lo que normalmente le entregamos a las personas que intentan hacer algo por la Patria. Es como si gozáramos más viendo caer a alguien que logró llegar lejos, que viendo a alguien llegar lejos. Desde O’Higgins hasta Zamorano (o quizás hasta Bachelet) ese parece ser nuestro deporte predilecto. Como para sentirnos, finalmente, iguales o incluso mejores que los caídos. El feísmo -o culto a lo feo- que Edwards Bello destacaba como idiosincrático, proviene de ahí mismo: gozar con la idea de que al final lo real es lo bajo, lo rasca, lo mediocre y lo feo.

Quizás por eso nuestro país, entre otras cosas, tiene un sistema de donaciones deprimente. Nuestras leyes para donar son un desparramo que exige a cualquiera que quiera aportar, perder plata y tiempo o ponerse “al margen de la ley”. Y no es poco frecuente que si es que alguien se esforzó hasta lograr que le hicieran el favor de permitirle ayudar a otros, luego su legado sea distorsionado, o directamente borrado. Así pasó con el Parque Cousiño, donado por Luis Cousiño (que se volvió “O’Higgins”). Así pasó con el aeródromo de Cerrillos donado por Daniel Guggenheim y que ahora es un eriazo (remoto y presuntuoso) llamado “Portal Bicentenario”. Y así pasó con el Complejo Deportivo Santa Rosa de Las Condes.

Por esto, también, tenemos una sociedad civil medianamente débil y somos un país con índices de donación escandalosamente bajos en comparación con el mundo. También de voluntariado. Si no me cree busque en Google las cifras. Nos creemos solidarios por darle un par de lucas a la Teletón de vez en cuando y por mandar ropa y comida para los terremotos. Pero la verdad es que somos bien ahí no más a la hora de donar y a la hora de agradecer a quienes donan, para estimular a que más personas lo hagan.

Así, en medio de tanta reforma y contra-reforma, sería muy bueno que los honorables tuvieran un intervalo lúcido y aprobaran la Ley Unica de Donaciones que “duerme” en el Congreso (los que duermen, en realidad, son los congresistas). En verdad la necesitamos. Que sea un primer fuego -en este próximo mes de la Patria- en la batalla contra la penquedad que la carcome.

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