Columna publicada en El Líbero, 15.08.2015

“Historia de dos ciudades”. Así se titula el reportaje que publicó La Tercera hace algunos días, y que, basado en un estudio de la consultora GFK-Adimark, muestra las diferencias entre el sector oriente de Santiago y el resto de la capital. El título no parece exagerado, pues los datos dan cuenta inequívocamente de las implicancias de los altos niveles de segregación que existen en la capital, a pesar de que sólo nos separan unos pocos kilómetros de distancia.

La magnitud de estas diferencias también son advertidas por Sergio Urzúa y Juan Agustín Echenique en un documento elaborado en 2013 titulado “Desigualdad, segregación y resultados educacionales”, donde se señala que un viaje de 20 minutos desde el sector norponiente de la ciudad (estación Lo Prado) al sector nororiente (estación Pedro de Valdivia) muestra realidades diametralmente opuestas. Mientras el nivel de ingresos per cápita en la estación de origen es similar al de Belice, en la estación de destino es equivalente al de Portugal. Es decir, en sólo 20 minutos pasamos de una de las naciones más pobres de América Latina a una de las más prósperas de Europa.

Las diferencias en la calidad de vida son sustantivas, y eso se refleja en el nivel de satisfacción que existe entre personas que viven en un sector y otro. Las razones son visibles: la calidad del barrio y de la vivienda, el nivel de las prestaciones de salud y educación, la posibilidad de acceder a ciertos bienes que exigen un alto nivel de ingresos, entre otros; y evidencian que la separación entre ambos sectores no es de distancia, sino en las formas de vida, preocupaciones e intereses. En el fondo, nuestra segregación espacial de algún modo explica y, al mismo tiempo, manifiesta otras formas de desigualdad.

No se trata, sin embargo, de un problema meramente económico. Los altos niveles de desigualdad que afectan a los habitantes de Santiago son, antes que todo, un problema político. La democracia exige una cierta igualdad, como ya lo decía Tocqueville; un nivel que permita a los miembros de una comunidad verse unos a otros como semejantes, a fin de construir un proyecto en común. Esto de ningún modo implica un igualitarismo homogeneizante (que el mismo autor de “La Democracia en América” critica duramente). Se trata más bien de una capacidad de acceso medianamente equitativo a ciertos bienes sociales, a los espacios de influencia política y al prestigio social que las personas reciben, es decir, el hecho de ser reconocidos por los demás como alguien cuya voz merece ser escuchada. Sin estas expresiones elementales de igualdad social, la vida comunitaria completa se halla bajo amenaza. Sobre todo si consideramos que la ciudad constituye el espacio público por excelencia.

Así, frente a las naturales desigualdades que articulan nuestra diversidad humana y enriquecen la vida en sociedad, resultan escandalosas aquellas que obstaculizan la igual dignidad de las personas y erosionan las bases de la comunidad política. Dicho de otro modo, las desigualdades son gravosas cuando hacen invisible la idea de lo común. Esto no se refiere exclusivamente a las diferencias materiales entre personas y grupos, aunque las magnitudes que ellas alcanzan —como puede verse  en ciertos aspectos en la capital— pueden incluso resultar violentas, sobre todo en contextos como el nuestro.

Este es un problema que nos debiera importar a todos, porque no hay mercado, sociedad civil ni nación que resulte posible sin una comunidad que le de sustento. Más aun, la democracia se ve amenazada; pues con niveles de desintegración y exclusión semejantes, el principio del “gobierno de todos” resulta más un enunciado retórico que una realidad práctica.

Ver columna en El Líbero