Columna publicada en Chile B, 27.08.2015

“Editing humanity” (Editando la humanidad): así se titula la última portada de la revista The Economist. Esto alude a una nueva tecnología conocida como CRISPR, que promete hacer posible la edición de la información genética humana de forma simple, rápida y precisa. Este procedimiento, se nos dice, podría ser altamente beneficioso, pues permitiría corregir graves defectos genéticos que afectan la vida de miles de personas. Con todo, las cosas no son tan sencillas: los alcances de esta técnica pueden también ser peligrosos. Por de pronto, no es exagerado decir que se abre la posibilidad de diseñar seres humanos según nuestras preferencias. Vale decir, nos enfrenta a un nuevo método de eugenesia.

Por cierto, se trata de un fenómeno todavía incipiente, pero que avanza a pasos agigantados gracias al progreso de la ciencia y la técnica, y sin que haya existido una reflexión previa sobre los límites ético-normativos que exige la manipulación de seres humanos, más allá de las buenas intenciones que se invoquen en su defensa.

Habermas, en El Futuro de la naturaleza humana, ha sostenido que “esta especie de controles de calidad deliberados pone en juego un nuevo aspecto del asunto: la instrumentalización de una vida humana engendrada con reservas por preferencias y orientaciones de valor de terceros”.  La crítica de Habermas —a quien nadie puede tildar de reaccionario— no es casual. Cuando la vida humana tiende a someterse a criterios de pura eficacia técnica, bien puede pensarse que la dignidad de la persona se reduce a un mero valor de utilidad. En rigor, con este tipo de prácticas la paternidad y la filiación tienden a convertirse en relaciones similares a un contrato, vale decir,  sujetas a una serie de requisitos previos que, además, no pueden sino ser arbitrarios si es verdad que todos los seres humanos gozan de un igual e inconmensurable valor moral por el solo hecho de ser tales.

Este asunto nos obliga a preguntar cómo llegamos al actual estado de cosas. Un antecedente indiscutible aquí es la tensión, muchas veces ignorada, entre las posibilidades que ofrecen la ciencia y la tecnología, y los límites éticos derivados de la dignidad de la persona humana. En particular, se aprecia la influencia de cierta actitud cientificista. Desde luego la razón, la ciencia y la técnica han ampliado considerablemente el campo de la acción del hombre; pero no es imposible distinguir entre esos avances y una primacía exacerbada del ideal ilustrado de poseer la naturaleza —entendida como pura materia prima— y dominarla, sin restricciones.

El riesgo de lo anterior es construir algo así como una contrarrealidad artificial que abandona todo lazo con lo naturalmente humano. Esto se ve muy claro en el contexto de la eugenesia, donde a partir del intento de superar ciertas falencias físicas o biológicas del hombre ―algo de suyo deseable― se asume una concepción de la técnica como mero instrumento de dominio. Se trata de una paradoja que bien puede atentar contra el hombre mismo, deshumanizándolo. Alguna vez Lewis dijo que “lo que llamamos el poder del hombre sobre la naturaleza se revela como un poder ejercido por algunos hombres sobre otros con la naturaleza como instrumento”. Este, por desgracia, bien puede ser el caso.

Ver columna en Chile B