Columna publicada en La Tercera, 15.07.2015

La nueva Mayoría ganó inflamando los deseos de grandes sectores de la población, apelando -como la mejor campaña de multitienda- al goce sin costos ni consecuencias. Los certificadores de la credibilidad de este ofertón de reformas fueron una nueva camada de “técnicos”. Ellos nos enseñaron, descalificando a sus pares de la Concertación y de la Alianza, que reformas que parecían irracionales en términos económicos y de justicia eran en realidad una panacea a la que no habíamos accedido únicamente por el bloqueo de “los poderosos de siempre”. Finlandia y Suecia, entonces, parecían a la vuelta de la esquina.

Sin embargo, no lo estaban. Luego de un año y algo más de “frenesí legislativo” (que incluye muchas leyes aprobadas al galope con efectos todavía desconocidos), Bachelet reconoció este viernes algo que muchos advirtieron antes: su programa era política y económicamente inviable. No había cómo financiar de manera sustentable todas sus promesas al mismo tiempo, lo que previsiblemente generaría frustración política y otros descalabros. El programa servía para llegar al poder, pero no para gobernar. Todo esto sin posibilidad de culpar del fracaso a un empresariado desarticulado, y mucho menos a la fantasmal oposición.

Ahora bien, ¿por qué intelectuales y especialistas bien formados se prestaron para legitimar un proyecto así? Haciendo a un lado la mera ambición de poder (la conducta humana no se guía sólo por pasiones bajas), se hace notorio que muchos creían estar contribuyendo a construir el socialismo en Chile, luego de años de socialdemocracia aguachenta.

El problema es que eso no es fácil cuando el “sujeto histórico” del momento es una clase media hija del mercado que construye su identidad en torno al consumo. En efecto, aunque a ese sector le seduzca la idea del goce del consumo sin pago, es probable que no lo haga la idea del consumo sin alternativas ni prestigio asociado.

Un segundo problema es que tal como plantea Fernando Atria, las reformas colectivistas podrían comenzar con mayor facilidad allí donde los que tienen más las percibieran como igualmente ventajosas para ellos, fijándose así una punta de playa desde donde ir colectivizando otras áreas. Pero lo complicado es que priorizar esas reformas -como la gratuidad universitaria- no parece justo, por lo regresivas que resultan (razón por la cual los que tienen más las ven, obviamente, como ventajosas), habiendo tantas otras demandas urgentes. Así, se da la paradoja de que lo tácticamente ventajoso para el proyecto socialista es a la vez lo más difícil de defender hoy en el plano de la justicia.

La pregunta que queda por contestar luego del paso atrás de Bachelet es qué va a priorizar. Si aquellas reformas pragmáticas que faciliten la vida en el marco de una democracia liberal a la nueva clase media; o bien las reformas programáticas que permitan utilizar el malestar generado por los cambios en la estructura social, para tratar de avanzar hacia el socialismo. Ahora que es evidente que ambas cosas no coinciden habrá que decidir.

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