Columna publicada en La Tercera, 22.07.2015

En marzo de 1983, tras dos años de intentos por traer el socialismo a la tierra, François Mitterrand decidió aplicar una rigurosa política de austeridad. El mandatario galo había sido elegido en 1981, con apoyo de los comunistas, para aplicar un programa que Jaime Quintana habría celebrado con sumo regocijo. Sin embargo, la realidad impuso sus límites a la larga primavera.

Por cierto, haciendo gala de su proverbial habilidad, Mitterrand nunca lo asumió del todo: hablaba solamente de un “paréntesis”, pero éste, por supuesto, nunca se cerró. Para salvar los muebles -y su propia posteridad- se dedicó con talento a las relaciones internacionales, guardando el socialismo en el baúl. Luego vino Maastricht, la unión monetaria, y las posibilidades para intentar algo distinto simplemente se esfumaron. De algún modo, la izquierda francesa nunca ha terminado de cicatrizar la herida de 1983: tras décadas de lucha por llegar al poder, el socialismo se convirtió en poco más que un recuerdo romántico.

El ejemplo de Mitterrand quizás sirve para comprender por qué los últimos anuncios de Bachelet han causado tanta irritación en la izquierda radical. Esta entiende que una pausa tiene demasiado olor a sepultura, y también que la historia no regala todos los días las oportunidades para realizar cambios estructurales. Con todo, la izquierda, y el oficialismo en general, debieran comenzar por reconocer que en esta pasada cometieron errores tan infantiles como imperdonables. El voluntarismo llegó a tal punto que sus cultores ni siquiera se molestaron en calcular con mínimo rigor los costos del programa. Así, la reforma tributaria fue realizada como quien juega al luche (“ojalá alcance”), y los costos de la reforma universitaria nunca han sido estimados de modo serio (de ahí la insoportable frivolidad con la que distintos ministros hablan de ella). Pero, ¿qué tipo de izquierda desdeña aquello que el viejo Marx llamaba las condiciones objetivas? ¿Quién puede pretender cambiar el mundo sin darse el trabajo de estudiarlo seriamente? ¿Qué tipo de socialismo adolescente es aquel que asume el lirismo de un movimiento social sin mediar reflexión ni espíritu crítico?

Por lo mismo, el realismo no puede sino conllevar renuncia: el sagrado programa no tenía una pizca de apego a la realidad. La renuncia es dolorosa, pero -como lo entendió Mitterrand- quizás no haya otra manera de salvar al gobierno de un desastre mayúsculo. Por más que los vociferantes lo nieguen, la coalición oficialista tiene que emprender cuanto antes un arduo trabajo de reconstrucción política y programática. Ese esfuerzo debería partir por asumir que más vale corregir el mundo que habitamos antes que imaginar otros que no existen. Cualquier otra opción, a la larga, nos lleva a negar la política, que consiste precisamente en buscar la justicia aceptando las limitaciones propias de la acción humana. Más allá de todos sus defectos (que no eran pocos), François Mitterrand alcanzó a comprender a tiempo estas lecciones. No es seguro que mañana podamos decir lo mismo de Michelle Bachelet.

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