Columna publicada en La Tercera, 29.07.2015

¿Qué es el progreso? ¿Qué es el desarrollo? En la época de las “planificaciones globales”, las elites desarrollistas habrían dado extensas, excluyentes, y en apariencia, sofisticadas respuestas a estas preguntas. El progreso, según ellas, era avanzar hacia un determinado momento que le daba sentido a toda la historia humana. La búsqueda de ese momento hizo correr ríos de tinta. Y de sangre.

Sin embargo, nuestra modernidad no llegó producto de esas ideologías, sino de la mano de la diferenciación funcional de las distintas esferas sociales, producida por la mayor autonomía ganada por el sistema económico desde los años 70. Fue eso, y no otra cosa, lo que impulsó el desarrollo de una sociedad más compleja, capaz de producir más riqueza y solucionar los brutales problemas de hambre, desnutrición, desempleo y habitación heredados de los experimentos desarrollistas anteriores. El éxito de la modernización capitalista en ese aspecto fue tal, que hasta los enemigos de la dictadura terminaron celebrando y maximizando sus virtudes, una vez vuelta la democracia.

Con todo, este consenso pragmático se ha roto con la misma velocidad que el foco de atención ha pasado de los pobres a los grupos medios. En la medida en que la solución de los problemas más básicos se ve próximo, nuevos problemas emergen como efecto de las soluciones para los anteriores, y nuevos grupos hacen ingreso a escena. Esto revive las tentaciones ideológicas entre las desconcertadas elites políticas, pasando algunos a idolatrar al mercado (ver “Margaritaville” de Southpark), mientras otros llaman a usar al Estado como una retroexcavadora manejada por un “programa”.  

El realismo, al que todos quieren apelar hoy, consiste en recordar que lo que llamamos progreso o desarrollo es en realidad, como decía Ralf Dahrendorf, un aumento de las “oportunidades vitales” (opciones y vínculos) que los individuos pueden disfrutar por el hecho de participar de determinadas estructuras sociales. Eso, y no una aproximación a la síntesis final de la humanidad o a la realización del sentido en la historia. Tener esto en mente es lo que permitirá pensar reformas que se hagan cargo de procesar -desde el pluralismo y la tolerancia- el aumento de complejidad de nuestra sociedad, sin buscar reducirla a patadas para que calce con tal o cual ideología.

El Chile de hoy es un país mucho más diverso en cuanto a formas de vida, expectativas y aspiraciones que el de hace 10 ó 20 años. Hacerse cargo de esa complejidad exige no sólo “emparejar la cancha”, sino aceptar que se están jugando cada vez más deportes distintos. Que necesitamos, por lo tanto, más canchas (la disputa entre deportistas olímpicos y futbolistas de elite ejemplifica casi literalmente este punto) y más espacios para la manifestación y el reconocimiento de esta nueva pluralidad social. Una sociedad abierta con más oportunidades vitales. Cómo lograr esto sin abandonar a los pobres y excluidos, y utilizando Estado y mercado como herramientas y no como si fueran lechos de Procusto, son las preguntas a responder. A ver cómo nos va.

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