Columna publicada en Chile B, 29.07.2015

El Consejo Nacional  de la Democracia Cristiana anunció, hace un par de días, que dará libertad de conciencia a sus parlamentarios a la hora de votar el proyecto de legalización del aborto.

Desde luego, respetar la libertad de conciencia es una exigencia de justicia, y las personas están obligadas a seguir fielmente lo que se piensa que es justo y recto. No obstante, como bien han explicado Sergio Micco y Eduardo Saffirio ─ambos militantes históricos de la DC─  en el documento  “Conciencia y Comunidad en un partido político”, invocar la conciencia personal no basta para violar un acuerdo sustantivo y democrático de una comunidad democrática y voluntaria como el partido demócrata cristiano.

En primer lugar, la libertad de conciencia exige, como señalan ambos militantes, una profunda reflexión para distinguir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto. Y en una comunidad política esta acción tiene sus propios mecanismos, pues exige una respuesta comunitaria. De ahí la importancia de la deliberación pública que combate el individualismo, el subjetivismo y el apoliticismo, y hace posible la acción conjunta.

Y esto sucedió en la DC en su V Congreso ideológico: más de 1500 militantes, luego de una intensa deliberación democrática y basada en los principios cristianos que la inspiran, votaron con claridad a favor de la defensa de la vida desde el momento de la concepción. Por tanto quienes desafíen la decisión —lo que por cierto, sería legítimo si hubiera suficientes razones para ello­— no debieran hacerlo a título individual, pues deja de ser una acción política, sino en comunidad. Y no sólo eso, sino que además debieran hacerlo a través de las mismas instancias que hicieron posible la decisión que se objeta: elevando a la discusión principios políticos compartidos más elevados.

Vale la pena señalar, además, y así lo han hecho importantes miembros de  este conglomerado, que no se trata de un asunto trivial, sino de un rasgo esencial de la identidad de la DC. Por tanto, resulta extraño que una materia tan sensible se deje al libre arbitrio de sus representantes populares.

Si no hay obediencia y cohesión en torno a los principios fundantes de un partido político, entonces, ¿cómo puede haber una acción común, que es lo propio de estas organizaciones?

Es importante, para el normal desarrollo de las estructuras, que se respeten las decisiones y se comparta un proyecto común; de lo contrario, los partidos terminan siendo meras máquinas electorales. Y esta crítica, por cierto, es aplicable a cualquier partido hoy.

Contrariar estos acuerdos y principios, haciendo caso omiso de las reglas de la democracia participativa ­—han advertido estos intelectuales de la DC— “conduce al debilitamiento de la autoridad, a la ingobernabilidad interna, a la deserción de unos, a la militancia del silencio de otros, al debilitamiento de la identidad externa y, al final del camino, a la propia existencia”. ¿Estarán los parlamentarios de la Democracia Cristiana conscientes de las consecuencias políticas de su decisión?

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