Columna publicada en Chile B, 22.06.2015

Libertad. Probablemente esa fue la palabra más repetida el sábado recién pasado, en el seminario convocado por Andrés Allamand y Jaime Bellolio (quienes, independiente de lo que sigue, merecen un reconocimiento por intentar tender puentes entre política y academia). Ello se debe a que, para buena parte del público asistente —un variopinto centenar de personas que incluía algunos parlamentarios y al ex Presidente Piñera—, la oposición tendría sus ideas muy claras. Y dentro de esas ideas que “ya están” y que sólo faltaría “comunicar mejor”, la libertad fue, por supuesto, la más invocada.

Sin embargo, ese diagnóstico (divergente al que ofrecieron la mayoría de los académicos invitados a exponer) presenta al menos dos problemas.

El primero tiene que ver con lo equívoco del término, en especial al interior de las corrientes que miran con buenos ojos o derechamente se identifican con el liberalismo, en cualquiera de sus vertientes. No es en absoluto fortuito que los discursos políticos construidos en torno a la libertad añadan, acto seguido, la frase “bien entendida”. Digámoslo así: la libertad en Hayek no es igual que en Aron, ni en ambos supone o significa lo mismo que en Röpke. Más vale ser conscientes de ello, porque una acción política orientada, por ejemplo, desde Tocqueville, es bien distinta a una que se despliega a partir de Gary Becker y sus postulados.

En cualquier caso, hay una segunda dificultad tanto o más importante, que tiene que ver con la naturaleza propia de los fenómenos políticos: éstos no se agotan ni de cerca en un mero orden de libertades. La política dice relación con las cosas comunes, con aquello que nos afecta a todos y, por tanto, no parece posible dar cuenta de ella adecuadamente a partir de categorías que acentúan los deseos y aspiraciones del individuo. Todo indica, sin embargo, que a eso conduce la pretensión de articular la acción en la polis única o fundamentalmente en torno a “la libertad”.

Desde luego, nada de lo anterior es inocuo: las ideas tienen consecuencias, y no basta “tener calle” —cualquiera sea el significado de esto— para hacer política. Por ejemplo, no es casual que a la oposición le haya sido tan difícil advertir que (y por qué) resultan muy problemáticos los niveles de desigualdad de nuestro país. Tampoco son fortuitos los problemas que, salvo muy contadas excepciones, ella ha tenido a la hora de criticar (en serio) la concentración del poder económico, o al momento de reconocer ámbitos de la sociedad civil irreductibles al mercado. Detrás de todo ello subyacen ciertas ideas y comprensiones —las ideas de “la libertad”—, que son precisamente las que han predominado en la derecha de las últimas décadas.

Si la actual oposición quiere dejar de serlo y elaborar algo así como un proyecto político, si desea convocar a —y más importante que eso: trabajar junto con— sectores y grupos críticos de reduccionismos economicistas; si aspira, en fin, a repensar sus propuestas para el país, sus dirigentes al menos debieran tomar nota de este tipo de cuestiones.

Y es que, haciendo y diciendo lo mismo —la palabra es la principal arma del político—, nada ni nadie puede cambiar.

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