Columna publicada en La Tercera, 06.05.2015

Iba a escribir esta columna sobre el ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo. Iba a decir que para entenderlo, para comprender a su camada política, no hay sociología más fina que la obra del escritor Marcelo Mellado, quizás el más lúcido analista de lo penca. Mellado, de hecho, es a la ordinariez nacional como Gayo al derecho romano: la recoge y la compila en las provincias del imperio, donde todo ocurre en una escala pequeña y más manejable.

La ordinariez, por supuesto, en sentido despectivo: la de los cínicos, los oportunistas, los vendidos, los impostores y los operadores. La ordinariez del poder por el poder y de una generación que terminó de renunciar a la idea de mérito, porque vieron a los Juan Herrera de “Los Ochenta” una y otra vez pisoteados por los “vivos”. Porque vieron que la viejita de Redolés que se preguntaba “cuándo llegará el socialismo” terminó estacionando autos. Y porque, al final, aprendieron que el camino a los pisco sour en Tunquén o Cachagua escuchando Víctor Jara no parecía intersectarse con la decencia, sino con los Martelli, los Ponce Lerou y una serie de tantos más. La ordinariez, en fin, del poder, del éxito, de la plata, del Chile país ganador y de los convertibles picándola entre semáforo y semáforo.

Iba a escribir sobre eso, pero no tenía más que decir. Ahí está la obra de Mellado, “La Provincia”, el “Informe Tapia” o derechamente “La Ordinariez”. Además, hay temas más importantes que la penquedad de “los herederos del poder”, aunque están todos relacionados con ella. Está, por ejemplo, el abandono comunicacional de nuestros compatriotas en el norte arrasado por los aluviones: pareciera que el desastre es tan grande, que el daño fue tanto, que ni los periodistas ni el gobierno tienen ánimo para hacerse cargo, a menos que entendamos “hacerse cargo” como pegarle calcomanías del Ministerio del Interior a la ayuda entregada por la sociedad civil. Prefieren, en vez, daños que sean más ruido que nueces, como la espectacular erupción del Calbuco. Ya que la hotelería en Puerto Varas es buena, el aeropuerto está cerquita y el daño no tiene la magnitud catastrófica de, digamos, Copiapó o Chañaral, a ellos “no los dejaremos solos”. Con los otros, bueno, que entren los militares, los bomberos y los cabritos de “Techo” y de “Desafío” vean qué hacen. Y mejor que anden por allá, porque así no joden tanto a la gente del gobierno que echa familias de los campamentos en Santiago para “cumplir la meta”. Además, si los nortinos aguantaron que la reconstrucción de los terremotos de Tarapacá del 2005 y de Tocopilla del 2007 terminara acoplándose con la del terremoto del 2010, quizás no les moleste joderse de nuevo.

Volviendo al tema de esta columna, tampoco me convenció escribir sobre el norte. Mi opinión al respecto fue expresada con certeza por Américo. Podría hablar, en cambio, sobre lo que le podría haber pasado con la erupción a las 60.000 personas de escasos recursos que el Estado amontonó en la localidad de Alerce, que queda al lado del volcán Calbuco. Pero no sé si a alguien le hubiera interesado. Quizás no.